Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro tercero

La casa de la calle de Plumet

Cap VI : Comienza la batalla.

Cosette estaba en su oscuridad, como también lo estaba Marius en la suya, lista por completo para entrar en ignición. El destino, con su paciencia misteriosa y fatídica, iba acercando despacio a esos dos seres cargados con la languidez de las tormentas eléctricas de la pasión, a esas dos almas portadoras del amor de la misma forma que dos nubes son portadoras del rayo, y que iban a encontrarse y entremezclarse en una mirada como las nubes con el relámpago.

Tanto se ha abusado de la mirada en las novelas de amor que se ha quedado desprestigiada. Apenas si se atreve nadie a decir ahora que dos personas se enamoraron porque se miraron. Y, no obstante, así es como nos enamoramos, y sólo así. El resto es sólo el resto, y viene después. No existe nada más real que esas sacudidas tremendas que notan dos almas cuando cruzan entre sí esa chispa.

En ese preciso momento en que Cosette, sin saberlo, puso aquella mirada que turbó a Marius, Marius no fue consciente de que también él puso una mirada que turbó a Cosette.

Le hizo el mismo daño y el mismo bien.

Cosette llevaba ya tiempo viéndolo y pasándole revista como hacen las muchachas, que pasan revista y ven mientras miran hacia otro lado. A Marius le seguía pareciendo fea Cosette cuando a Cosette ya le parecía guapo Marius. Pero, como él no le hacía caso, a ella poco le importaba aquel joven.

No obstante, no podía impedir decirse que tenía el pelo bonito, los ojos bonitos, los dientes bonitos, un tono de voz encantador cuando lo oía charlar con sus compañeros, que no podía decirse que fuera garboso al andar, pero que tenía un donaire propio, que no parecía ni pizca de tonto, que en toda su persona había nobleza, dulzura, sencillez y orgullo y que, para terminar, tenía pinta de pobre, pero tenía buena pinta.

El día en que se les cruzaron los ojos y se dijeron, por fin y de golpe, esas cosas inconcretas e inefables que la mirada balbucea, Cosette, de entrada, no lo entendió. Volvió pensativa a la casa de la calle de L’Ouest, donde Jean Valjean había ido, según solía, a pasar seis semanas. Al día siguiente, al despertarse, se acordó de aquel joven desconocido, que había estado tanto tiempo indiferente y glacial y ahora parecía fijarse en ella, y le dio la impresión de que aquella atención no le resultaba nada agradable. Más bien estaba un tanto enfadada con aquel apuesto desdeñoso. Notó por dentro un amago bélico. Le pareció, y con ello sentía una alegría completamente infantil aún, que por fin iba a vengarse.

Como sabía que era guapa, notaba perfectamente, aunque de forma imprecisa, que tenía un arma. Las mujeres juegan con su belleza como los niños con sus navajas. Se hieren.