Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

EPILOGO PRIMERA PARTE

Siberia. A la orilla de un río ancho y desierto se levanta una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. En la ciudad hay una fortaleza; en la fortaleza una prisión. En la prisión está, desde hace nueve meses, Rodión Romanovitch Raskolnikoff, condenado a trabajos forzados (segunda categoría). Cerca de diez y ocho meses han pasado desde el día que cometió su crimen.

En la instrucción de su proceso no hubo apenas dificultades. El culpable renovó sus confesiones con tanta fuerza como claridad y precisión, sin confundir las circunstancias, sin suavizar el horror, sin falsear los hechos, sin olvidar el menor detalle. Hizo una relación completa del asesinato, esclareció el misterio del objeto encontrado en manos de la vieja (se recordará que era un trozo de madera junto con una placa de hierro), contó cómo había tomado las llaves del bolsillo de la víctima, describió estas llaves y describió también el asesinato de Isabel, que hasta entonces había sido un enigma. Contó cómo Koch había venido y llamado a la puerta, y cómo, después de él, había llegado un estudiante. Refirió minuciosamente la conversación habida entre los dos hombres; cómo, en seguida, el asesino se había lanzado a la escalera y había oído los gritos de Mikolai y de Milka, ocultándose en el cuarto vacío y dirigiéndose después a su casa. Finalmente, en cuanto a los objetos robados, manifestó que los había enterrado debajo de una piedra en un corral que daba a la perspectiva Ascensión. Se encontraron allí, en efecto. En una palabra, todo se esclareció. Lo que, entre otras cosas, asombraba a los jueces, fué la circunstancia de que el asesino, en vez de aprovecharse de los objetos robados a la víctima, fuese a ocultarlos bajo una piedra. Todavía comprendían menos que, no solamente no se acordase de los objetos robados por él, sino que hasta se engañase acerca de su número. Se encontraba, sobre todo, inverosímil que no hubiera abierto una sola vez la bolsa, y que ignorase el contenido de ella. (Encerraba ésta trescientos diez y siete rublos y tres monedas de veinte kopeks cada una; a consecuencia de haber sido enterrados largo tiempo, los billetes se habían deteriorado considerablemente.) Se procuró adivinar por qué únicamente sobre este punto mentía el acusado, cuando en todo lo demás había dicho espontáneamente la verdad. En fin, algunos, principalmente entre los psicólogos, admitieron como posible que, en efecto, no hubiera abierto la bolsa; y que, por consiguiente, se hubiera desembarazado de ella sin saber lo que contenía; pero sacaron asimismo la conclusión de que el crimen había sido necesariamente cometido bajo la influencia de una locura momentánea. El culpable—dijeron—ha cedido a la monomanía morbosa del asesinato y del robo, sin objeto ulterior, sin cálculo interesado. Era aquella ocasión excelente para sostener la teoría moderna de la alienación temporal, teoría con la que se busca actualmente tan a menudo explicar los actos de ciertos criminales. Además, numerosos testigos habían declarado que Raskolnikoff padecía hipocondría. Estos testigos eran; el doctor Zosimoff, los antiguos compañeros del acusado, su patrona, los criados, etc. Todo esto daba muchos fundamentos para pensar que Raskolnikoff no era un asesino vulgar, un malhechor ordinario, sino que había alguna otra cosa en aquel proceso. Con gran despecho de los partidarios de esta opinión, el culpable no se cuidó de defenderse. Interrogado acerca de los motivos que habían podido inducirle al asesinato y al robo, declaró con brutal franqueza que había sido impulsado por la miseria…