Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Primero

Un justo

Cap XII : Soledad de monseñor Bienvenu.

A un obispo lo rodea siempre una cuadrilla de sacerdotes jóvenes, de la misma forma que a un general lo rodea una bandada de oficiales jóvenes. Es lo que aquel delicioso san Francisco de Sales llama en algún sitio «los sacerdotes zangones». En toda carrera hay aspirantes que forman el cortejo de los que ya han llegado a la meta. No hay poder que no tenga séquito ni fortuna que no tenga cortesanos. Quienes buscan el porvenir revolotean en torno al presente espléndido. En toda metrópoli hay un estado mayor. Todo obispo con algo de influencia tiene cerca una patrulla de querubines seminaristas que hace la ronda y mantiene el orden en el palacio episcopal y monta guardia en torno a la sonrisa de monseñor. Agradar a un obispo es tener el pie en el estribo de un subdiaconado. No queda más remedio que hacer camino; el apostolado no le hace ascos a la canonjía.

En todas partes hay peces gordos, también en la Iglesia hay peces gordos mitrados. Son los obispos bien situados, ricos, con buenas rentas, habilidosos, que cuentan con reconocimiento social, que saben rezar, desde luego, pero que también saben pedir, que no sienten escrúpulos en ser la antesala de toda la diócesis, vínculo entre la sacristía y la diplomacia, antes abades que sacerdotes, antes prelados que obispos. ¡Dichoso quien se acerque a ellos! Son personas influyentes que reparten a manos llenas, entre los asiduos y los recomendados y entre toda esa juventud que sabe agradar las buenas parroquias, las prebendas, los archidiaconados, las capellanías y los cargos catedralicios, en lo que llegan las dignidades episcopales. Según van avanzando ellos, progresan sus satélites; es un sistema solar completo en marcha. Sus rayos tiñen de púrpura a su séquito. Su prosperidad va echando miguitas en forma de ascensos pequeños, pero golosos. Cuanto mayor es la diócesis del jefe, más suculenta es la parroquia del favorito. Y además ahí está Roma. Un obispo que sabe llegar a arzobispo, un arzobispo que sabe llegar a cardenal, se lo lleva a uno de acompañante al cónclave, y así te metes en el tribunal de la Rota, así tienes derecho a palio, así acabas de auditor, de camarlengo, de monsignore; y de Su Ilustrísima a Su Eminencia no hay más que un paso, y de Su Eminencia a Su Santidad no hay más que el humo de una votación. Todo casquete puede soñar con la tiara. Y en nuestros días el sacerdote es el único hombre que puede llegar a rey con arreglo a las normas. ¡Y qué rey! El rey supremo. ¡Qué semillero de aspiraciones es, pues, un seminario! ¡Cuántos monaguillos ruborosos, cuántos curas jóvenes llevan en la cabeza el cántaro de la lechera! ¿Sabe alguien cómo la ambición puede pasar con facilidad a llamarse vocación? ¡Quizá de buena fe, y engañándose a sí misma, la muy inocente!

Monseñor Bienvenu, humilde, pobre, peculiar, no figuraba en la lista de los peces gordos mitrados. Se notaba en que no lo rondaba ningún sacerdote joven. Ya vimos que en París «no cuajó». A ningún porvenir se le ocurría injertarse en aquel anciano solitario. Ninguna ambición en agraz cometía la locura de madurar a su sombra.