La Odisea

Canto XIV

Odiseo en la majada de Eumeo.

Odiseo, dejando el puerto, empezó áspero camino por lugares selvosos, entre unas eminencias, hacia donde le había indicado Atenea que hallaría al porquerizo; el cual era, entre todos los criados adquiridos por el divinal Odiseo, quien con mayor solicitud le cuidaba los bienes.

Hallóle sentado en el vestíbulo de la majada excelsa, hermosa y grande, construida en lugar descubierto, que se andaba toda ella alrededor; la cual había labrado el mismo porquerizo para los cerdos del ausente rey, sin ayuda de su ama ni del anciano Laertes, empleando piedras de acarreo y cercándola con un seto espinoso. Puso fuera de la majada, acá y acullá, una larga serie de espesas estacas, que había cortado del corazón de unas encinas; y construyó dentro doce pocilgas muy juntas en que se echaban los puercos. En cada una tenía encerradas cincuenta hembras paridas de puercos, que se acuestan en el suelo; y los machos pasaban la noche fuera, siendo su número mucho menor porque los pretendientes, iguales a los dioses, los disminuían comiéndose siempre el mejor de los puercos gordos, que les enviaba el porquerizo. Eran los cerdos trescientos sesenta.

Junto a ellos hallábanse constantemente cuatro perros, semejantes a fieras, que había criado el porquerizo, mayoral de los pastores. Este cortaba entonces un cuero de buey de color vivo y hacía unas sandalias, ajustándolas a sus pies; y de los otros pastores, tres se habían encaminado a diferentes lugares con las piaras de los cerdos y el cuarto había sido enviado a la ciudad por Eumeo para llevarles a los orgullosos pretendientes el obligado puerco que inmolarían para saciar con la carne su apetito.

De súbito los perros ladradores vieron a Odiseo y, ladrando, corrieron hacia él; más el héroe se sentó astutamente y dejó caer el garrote que llevaba en la mano. Entonces quizás hubiera padecido vergonzoso infortunio junto a sus propios establos; pero el porquerizo siguió en seguida y con ágil pie a los canes y, atravesando apresuradamente el umbral donde se le cayó de la mano aquel cuero, les dio voces, los echó a pedradas a cada uno por su lado, y habló al rey de esta manera:

—¡Oh anciano! En un tris estuvo que los perros te despedazaran súbitamente, con lo cual me habrías causado gran oprobio. Ya los dioses me tienen dolorido y me hacen gemir por una causa bien distinta; pues mientras lloro y me angustio pensando en mi señor, igual a un dios, he de criar estos puercos gordos para que otros se los coman y quizás él esté hambriento y ande peregrino por pueblos y ciudades de gente de extraño lenguaje, si aún vive y contempla la lumbre del sol. Pero ven, anciano, sígueme a la cabaña, para que, después de saciarte de manjares y de vino conforme a tu deseo, me digas dónde naciste y cuántos infortunios has sufrido.

Diciendo así, el divinal porquerizo guióle a la cabaña, introdújole en ella, e hizo sentar, después de esparcir por el suelo muchas ramas secas, las cuales cubrió con la piel de una cabra montés, grande, vellosa y tupida que le servía de lecho. Holgóse Odiseo del recibimiento que le hacía Eumeo, y le habló de esta suerte:

—¡Zeus y los inmortales dioses te concedan, oh huésped, lo que más anheles; ya que con tal benevolencia me has acogido!

55 Y tú le contestaste así, porquerizo Eumeo:

—¡Oh forastero! No me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea más miserable que tú, pues son de Zeus todos los forasteros y todos los pobres. Cualquier donación nuestra le es grata, aunque sea exigua; que así suelen hacerlas los siervos, siempre temerosos cuando mandan amos jóvenes. Pues las deidades atajaron sin duda la vuelta del mío, el cual, amándome por todo extremo, me habría procurado una posesión, una casa, un peculio y una mujer muy codiciada; todo lo cual da un amo benévolo a su siervo, cuando ha trabajado mucho para él y las deidades hacen prosperar su obra como hicieron prosperar ésta en que me ocupo.