Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro noveno

Sombra suprema, supremo amanecer

Cap V : Postrera oscuridad tras la que viene la luz.

Al oír llamar a la puerta, Jean Valjean se volvió.

—Adelante —dijo débilmente.

Se abrió la puerta. Aparecieron Cosette y Marius.

Cosette se abalanzó dentro de la habitación.

Marius se quedó en el umbral, de pie, apoyado en el marco de la puerta.

—¡Cosette! —dijo Jean Valjean; y se irguió en la silla, con los brazos abiertos y temblorosos, desencajado, lívido, espantoso de ver, con una alegría inmensa en los ojos.

Cosette, ahogándose de emoción, se abrazó a Jean Valjean.

—¡Padre! —dijo.

Jean Valjean, trastornado, balbucía:

—¡Cosette! ¡Ella! ¡Usted! ¡Señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!

Y, preso de los brazos de Cosette, exclamó:

—¡Eres tú! ¡Estás aquí! ¿Así que me perdonas?

Marius, entornando los párpados para impedir que le corriesen las lágrimas, dio un paso y sin aflojar los labios, que apretaba convulsivamente para detener los sollozos, susurró:

—¡Padre mío!

—¡Y usted también me perdona! —dijo Jean Valjean.

Marius no pudo dar con palabra alguna, y Jean Valjean añadió:

—Gracias.

Cosette se quitó de un tirón el chal y tiró el sombrero encima de la cama.

—Me estorban —dijo.

Y, sentándosele al anciano en las rodillas, le apartó el pelo blanco con un ademán adorable y le dio un beso en la frente.

Jean Valjean se lo consentía, extraviado.

Cosette, que no entendía lo que había pasado sino de forma muy confusa, arreciaba en sus caricias, como si quisiera pagar la deuda de Marius.

Jean Valjean balbucía:

—¡Qué tonto es uno! Y yo que creía que no volvería a verla. Fíjese, señor Pontmercy, en el momento en que entró usted me estaba diciendo: Se acabó. Aquí está su vestidito, qué hombre tan mísero soy, ya no veré más a Cosette; eso decía en el preciso momento en que subían por las escaleras. ¡Qué estúpido! ¡Así de estúpido es uno! Pero es que no contamos con Dios. Dios dice: ¿Te crees que vamos a dejarte abandonado, so bobo? No. No. De eso nada. Vamos, hay ahí un pobre hombre que necesita un ángel. Y llega el ángel; ¡y uno vuelve a ver a su Cosette! ¡Ah, qué desdichado era!

Estuvo un momento sin poder hablar; luego, siguió diciendo:

—De verdad que necesitaba ver a Cosette un poquito de vez en cuando. Un corazón precisa un hueso que roer. Pero notaba perfectamente que estaba de más. Me hacía los cargos: No te necesitan, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a eternizarse. ¡Ah. Dios bendito, vuelvo a verla! ¿Sabes, Cosette, que tienes un marido muy guapo? ¡Ay, qué cuello bordado tan bonito llevas! ¡Cuánto me alegro! Me gusta ese dibujo. Te lo ha escogido tu marido, ¿verdad? Y además vas a necesitar casimires. Señor Pontmercy, déjeme que la llame de tú. Será por poco tiempo.

Y Cosette volvía a hablar:

—¡Qué malo ha sido dejándonos como nos dejó! ¿Dónde estuvo? ¿Por qué tardó tanto en volver? Antes los viajes que hacía no duraban más de tres o cuatro días. Le dije a Nicolette que viniera; y siempre le contestaban: Está fuera. ¿Cuánto hace que ha vuelto? ¿Por qué no nos lo dijo? ¿Sabe que está muy cambiado? ¡Ay, qué padre tan malo! ¡Ha estado enfermo y no nos hemos enterado! ¡Mira, Marius, tócale la mano, mira qué fría la tiene!