Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro octavo

Va cayendo el crepúscu

Cap III : Recuerdan el jardín de la calle de Plumet.

Fue la última vez. A partir de ese último fulgor, todo se apagó por completo. No más confianzas, no más saludos con un beso, nunca más esa palabra tan hondamente dulce: ¡padre! A petición propia y siendo él cómplice, se veía sucesivamente expulsado de todo cuanto era su dicha; y con esa desventura de que, tras haber perdido a Cosette entera en un día, había que tenido luego que perderla en partes.

La vista acaba por acostumbrarse a la luz de los sótanos. En pocas palabras, le bastaba con una aparición diaria de Cosette. La vida entera se le concentraba en esa hora. Se sentaba a su lado, la miraba en silencio o le hablaba de los años pasados, del convento, de su infancia, de sus amiguitas de entonces.

Una tarde —era uno de los primeros días de abril, ya tibio, fresco aún, el momento de la alegría mayor del sol; en los jardines entorno a las ventanas de Marius y Cosette había la emoción del despertar; el espino albar estaba a punto de florecer; las viejas paredes servían de escaparate a toda una joyería de alhelíes; las bocas de dragón rosa bostezaban en las rendijas de las piedras; había en la hierba un inicio delicioso de margaritas y de botones de oro; estaban empezando las mariposas blancas del año; el viento, ese menestral de la fiesta eterna, ensayaba en los árboles las primeras notas de esta gran sinfonía auroral que los poetas antiguos llamaban el retoñar—, le dijo Marius a Cosette: «Dijimos que volveríamos a nuestro jardín de la calle de Plumet para verlo otra vez. Vamos. No hay que ser ingratos». Y salieron volando como dos golondrinas hacia la primavera. Aquel jardín de la calle de Plumet les parecía el alba. Ya tenían a la espalda, en la vida, algo que era como la primavera de su amor. La casa de la calle de Plumet, arrendada, era todavía de Cosette. Fueron a aquel jardín y a aquella casa. Se encontraron allí consigo mismos; se les fue el santo al cielo. Al caer la tarde, a la hora habitual, llegó Jean Valjean a la calle de Les Filles-du-Calvaire.

—La señora ha salido con el señor y todavía no ha regresado —le dijo Basque.

Jean Valjean se sentó en silencio y estuvo esperando una hora. Cosette no volvió. Agachó la cabeza y se fue.

Cosette estaba tan embriagada con haber ido a pasear a «su jardín» y tan contenta de haber «vivido en su pasado un día entero» que no habló de otra cosa al día siguiente. No se dio cuenta de que no había visto a Jean Valjean.

—¿Cómo fueron? —le preguntó Jean Valjean.

—A pie.

—¿Y cómo volvieron?

—En coche de punto.

Jean Valjean llevaba una temporada fijándose en las estrecheces con que vivía el matrimonio. Era algo que lo importunaba. Marius imponía una economía severa, y Jean Valjean aplicaba esa palabra en su sentido absoluto. Se atrevió a hacer una pregunta:

—¿Por qué no tienen coche propio? Un cupé bonito sólo costaría quinientos francos mensuales. Son ricos.

—No lo sé —contestó Cosette.