Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro primero

La guerra entre cuatro paredes

Cap VII : La situación se agrava.

Llegaba el día a toda prisa. Pero ni se abría ninguna ventana ni se entornaba ninguna puerta; era el alba, pero no era el despertar. Las tropas se habían retirado del final de la calle de la Chanvrerie, como ya hemos dicho; la calle parecía despejada y se abría ante los transeúntes con una tranquilidad siniestra. La calle de Saint Denis estaba tan callada como la avenida de las Esfinges de Tebas. Ni un ser viviente en las glorietas, que un reflejo de sol blanqueaba. Nada más lúgubre que esa claridad en aquellas calles desiertas.

No se veía nada, pero se oía algo. Había a cierta distancia un movimiento misterioso. Estaba claro que se acercaba el instante crítico. Los vigías se replegaron, como habían hecho la víspera por la noche; pero esta vez se replegaron todos.

La barricada era más fuerte que durante el primer ataque. Después de irse los cinco hombres, la habían hecho aún más alta.

Atendiendo a la opinión del vigía que había estado observando la zona de Mercado Central, Enjolras, por temor a que los sorprendieran por la espalda, tomó una decisión transcendente. Mandó cerrar el estrecho pasadizo de la callejuela de Mondétour, que seguía libre hasta entonces. Para hacerlo levantaron los adoquines de unas cuantas manzanas más. Así la barricada tenía unas tapias que la aislaban de tres calles: por delante, la calle de la Chanvrerie; a la izquierda, la calle de Le Cygne y La Petite-Truanderie; a la derecha, la calle de Mondétour, y era casi inexpugnable, pero cierto es que los de dentro quedaban fatalmente encerrados. Tenía tres frentes, pero ya no tenía salida.

—Fortaleza, sí; pero también ratonera —dijo Courfeyrac riéndose.

Enjolras mandó amontonar junto a la puerta de la taberna alrededor de treinta adoquines, «que habían sobrado», decía Bossuet.

Por la parte de la que debía llegar el ataque había ahora un silencio tan profundo que Enjolras dispuso que todo el mundo volviera a los puestos de combate.

Les dieron a todos una ración de aguardiente.

No hay nada más curioso que una barricada que se prepara para un asalto. Todos eligen el sitio como quien va a presenciar un espectáculo. Unos se arriman de costado, otros se ponen de codos, otros se parapetan. Algunos se hacen cubículos con adoquines, Que hay un rincón molesto, se apartan de él. Que hay un resalto que puede servir de protección, se refugian en él. Los zurdos son elementos de gran valor; ocupan los puestos que les resultan incómodos a los demás. Muchos se las ingenian para luchar sentados. Hay un deseo de matar a gusto y morir con comodidad. En la funesta guerra de junio de 1848, un insurrecto que tenía una puntería temible y peleaba desde una azotea, en lo alto de un tejado, pidió que le llevasen un sillón Voltaire; una descarga de metralla lo encontró allí sentado.

En cuanto el jefe ordena el zafarrancho de combate, cesan cualesquiera movimientos desordenados; ya no hay roces, ni camarillas, ni apartes; nadie va ya por su cuenta; los pensamientos de todas las mentes convergen y se convierten en espera del asaltante. Una barricada antes del peligro es un caos; en el peligro es disciplina. El peligro impone orden.