Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro undécimo

El átomo confraterniza con el huracán

Cap II : Gavroche en marcha.

Ir gesticulando por la calle con una pistola sin gatillo en la mano es una función pública de tal calibre que Gavroche se notaba más dicharachero con cada paso que daba. Gritaba, entre retazos de la Marsellesa que iba cantando:

—Todo va a pedir de boca. Me duele mucho la pata izquierda, me he roto el reuma, pero estoy contento, ciudadanos. Que se anden con pies de plomo los burgueses, que les voy a estornudar unas cuantas coplas subversivas. ¿Qué son los de la pasma? Unos perros. ¡Mecachis, no les faltemos al respeto a los perros! Hablando de perros y de gatos, un gatillo es lo que querría yo tener en la pistola. Vengo del bulevar, amigos, está la cosa que arde, menudo hervor está dando el caldo. Ya es hora de espumar el puchero. ¡Adelante los que sean hombres! ¡Que una sangre impura inunde los surcos! Doy mis días, por la patria, no volveré a ver a mi concubina, na-na, qué más da, ni-ni, ¡se acabó, sí, Nini! Pero da igual, alegría, alegría. ¡A pelear, por vida de…! Me tiene harto el despotismo.

En ese momento, el caballo de un guardia nacional, un lancero, que pasaba por allí, se cayó. Gavroche dejó la pistola en el suelo, levantó al jinete, le echó una mano luego para levantar al caballo y, después, recogió la pistola y siguió andando.

En la calle de Thorigny todo era paz y silencio. Esa apatía, propia del barrio de Le Marais, contrastaba con el amplio rumor que había en torno. Cuatro comadres estaban de tertulia en el umbral de una puerta. En Escocia hay tríos de brujas, pero en París hay cuartetos de comadres; y el «tú serás rey» se lo habrían dicho a Bonaparte con tono tan siniestro en la glorieta de Baudoyer como a Macbeth en el brezal de Armuyr. El graznido sería más o menos el mismo.

Las comadres de la calle de Thorigny sólo estaban a lo suyo. Eran tres porteras y una trapera, con su cuévano y su gancho.

Parecían estar montando guardia las cuatro en las cuatro esquinas de la vejez, que son la caducidad, la decrepitud, la ruina y la tristeza.

La trapera era humilde. En ese mundo al aire libre, la trapera saluda y la portera ampara. Todo depende del montón de basura que haya junto al mojón, que es como quieran las porteras que sea, poco o mucho, según le apetezca a quien hace el montón. Puede haber bondad en la escoba.

Esta trapera era un cuévano agradecido y les sonreía, ¡con qué sonrisa!, a las tres porteras. Se oían cosas como las siguientes:

—Y su gato, ¿sigue igual de atravesado?

—Ay, ya sabe usted que los gatos son, por naturaleza, enemigos de los perros. Los que protestan son los perros.

—Y la gente también.

—Y eso que las pulgas de gato no se meten con la gente.

—No es que los perros estorben, es que son peligrosos. Me acuerdo de un año en que había tantos perros que tuvieron que decirlo en los periódicos. Fue cuando había en Les Tuileries unos carneros que tiraban del cochecito del rey de Roma. ¿Se acuerdan del rey de Roma?

—A mí me gustaba el duque de Burdeos.

—Yo conocí a Luis XVII. Prefiero a Luis XVII.

—¡Y lo cara que está la carne, señora Patagon!

—Ay, no me hable, que lo de la carne es un espanto, un espanto espantoso. Ya sólo puede una comer huesos y recortes.