Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro décimo

El 5 de junio de 1832

Cap IV : Las efervescencias de antaño.

Nada hay más extraordinario que el primer rebullir de unos disturbios. Todo estalla a un tiempo por doquier. ¿Estaba previsto? Sí. ¿Estaba preparado? No. ¿De dónde sale? Del empedrado de las calles. ¿De dónde baja? De las nubes. Aquí, la insurrección tiene trazas de conspiración; allá, de improvisación. El primero que pasa se adueña de una de las corrientes del gentío y la lleva donde quiera. Comienzo colmado de espanto con el que se mezcla algo parecido a un júbilo formidable. Primero, suenan clamores; los puestos que hay delante de los comercios desaparecen; luego, tiros aislados; la gente huye; pegan culatazos en las puertas cocheras; se oye a las criadas reír en los patios de las casas y decir: ¡Se va a liar una buena!

No había transcurrido ni un cuarto de hora y esto es lo que estaba pasando casi al mismo tiempo en veinte puntos diferentes de París.

En la calle de Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie alrededor de veinte jóvenes con barba y melena entraban en una taberna y salían poco después llevando una bandera tricolor horizontal cubierta con un crespón; en cabeza iban tres hombres armados, uno con un sable, otro con un fusil y el tercero con una pica.

En la calle de Les Nonaindières, un burgués bien vestido, tripón y con voz sonora, calvo, de frente despejada, barba negra y uno de esos bigotes recios que no se pueden domar ofrecía sin disimulos cartuchos a los transeúntes.

En la calle de Saint-Pierre-Montmartre, unos hombres remangados paseaban una bandera negra donde se leían, en letras blancas, las siguientes palabras: República o muerte. En la calle de Les Jeûneurs, en la calle de Le Cadran, en la calle de Montorgueil, en la calle de Mandar, aparecían grupos que tremolaban banderas en las que podía leerse, en letras doradas, la palabra sección y un número. Una de esas banderas era roja y azul, con una raya blanca imperceptible entre ambas franjas.

Saquearon una fábrica de armas en el bulevar de Saint-Martin; y tres tiendas de armeros, la primera en la calle de Beaubourg, la segunda en la calle de Michel-le-Comte y la tercera en la calle de Le Temple. En pocos minutos las mil manos del gentío se apoderaron de doscientos treinta fusiles, casi todos de dos tiros, de sesenta y cuatro sables y de ochenta y tres pistolas, y se los llevaron. Para poder armar a más gente, unos se quedaban con el fusil y otros con la bayoneta.

Enfrente del muelle de La Grève, unos jóvenes armados con mosquetes se instalaban para disparar en casas donde había mujeres. Uno de ellos llevaba un mosquete con llave de rueda. Llamaban, entraban y se ponían a hacer cartuchos. Una de esas mujeres contó: Yo no sabía qué era un cartucho; me lo ha explicado mi marido.

Una aglomeración echó abajo la puerta de un comercio de curiosidades en la calle de Les Vieilles-Haudriettes para llevarse yataganes y armas turcas.

El cadáver de un albañil, muerto de un disparo de fusil, yacía en la calle de La Perle.

Y, además, en la orilla derecha, en la orilla izquierda, en los muelles, en los bulevares, en el Barrio Latino, en el barrio del mercado, hombres jadeantes, obreros, estudiantes y miembros de las secciones leían proclamas, gritaban: ¡A las armas!, rompían los faroles, desenganchaban los tiros de los coches, levantaban los adoquines de las calles, echaban abajo las puertas de las casas, arrancaban de raíz los árboles, registraban los sótanos, sacaban rodando los barriles, amontonaban adoquines, mampuestos, muebles y tablones, hacían barricadas.