Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro octavo

Delicias y desconsuelos

Cap III : Inicio de sombra.

Por su parte, Jean Valjean no sospechaba nada.

Cosette, que era algo menos soñadora que Marius, estaba alegre, y con eso le bastaba a Jean Valjean para ser feliz. Los pensamientos de Cosette, sus tiernas preocupaciones, la imagen de Marius que le llenaba el alma no restaban nada a la pureza incomparable de aquel hermoso rostro casto y sonriente. Estaba en la edad en que la virgen lleva consigo el amor como el ángel lleva la azucena. Jean Valjean estaba, pues, tranquilo. Y además, cuando dos amantes se hallan en buena inteligencia, todo va siempre estupendamente; y a cualquier tercera persona que pudiera perturbar ese amor se la tiene siempre en una ceguera perfecta mediante un reducido número de precauciones, siempre las mismas en todos los enamorados. Por lo tanto, Cosette nunca le ponía ninguna pega a Jean Valjean. ¿Que quería ir de paseo? Sí, papaíto. ¿Que no quería salir? Pues muy bien. ¿Que quería pasar la velada con Cosette? Cosette estaba encantada. Como se retiraba siempre a las diez de la noche, en aquellas ocasiones Marius no llegaba al jardín hasta pasada esa hora, cuando oía desde la calle que Cosette abría la puerta acristalada que daba a la escalera de la fachada. Ni que decir tiene que de día nunca se veía por allí a Marius. Jean Valjean ni se acordaba ya de que Marius existía. Sólo en una ocasión, una mañana, le dijo a Cosette: «¡Vaya, tienes la espalda manchada de blanco!». La víspera por la noche, Marius, en un arrebato, había empujado a Cosette contra la pared.

Toussaint, la criada anciana, que se acostaba temprano, sólo pensaba en dormir en cuanto acababa la tarea, y no estaba enterada de nada, igual que Jean Valjean.

Marius nunca entraba en la casa. Cuando estaba con Cosette, se ocultaban en un entrante, cerca de la escalinata, para que no pudieran ni verlos ni oírlos desde la calle, y allí se sentaban, contentándose a veces, por toda conversación, con estrecharse las manos veinte veces por minuto mientras miraban las ramas de los árboles. En aquellos momentos podría haber caído un trueno a treinta pasos y ni lo habrían sospechado, de tan honda como era la ensoñación que los tenía absortos y los adentraba en la ensoñación del otro.

Purezas límpidas, horas blanquísimas; casi todas iguales. Los amores así son una colección de pétalos de lirio y de plumas de paloma.

Los separaba de la calle todo el jardín. Cada vez que Marius entraba y salía, volvía a colocar cuidadosamente el barrote de la verja, de forma tal que no se notase ningún desperfecto.

Solía irse a eso de las doce de la noche y se volvía a casa de Courfeyrac. Courfeyrac le decía a Bahorel:

—¿Querrás creer que Marius vuelve ahora a la una de la madrugada?

Bahorel contestaba:

—¿Qué quieres? Dentro de todo seminarista va siempre un explosivo.

Había veces en que Courfeyrac se cruzaba de brazos, se ponía muy serio y le decía a Marius:

—¡Joven, está usted hecho un perillán!

A Courfeyrac, hombre práctico, no le hacía ninguna gracia aquel reflejo de un paraíso invisible que veía en Marius; tenía poca costumbre de pasiones inéditas, lo impacientaban, y, a ratos, intimaba a Marius a que volviera a la realidad.

Una mañana le espetó esta admonición:

—Mi querido amigo, por el momento me da la impresión de que vives en la luna, reino del sueño, provincia de la ilusión, capital Pompa de Jabón. A ver, sé buen chico y dime cómo se llama.