Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro tercero

La casa de la calle de Plumet

Cap III : Foliis ac Frondibus.

Aquel jardín, que llevaba más de medio siglo sin que nadie se ocupara de él, se había convertido en extraordinario y delicioso. Los viandantes de hace cuarenta años se detenían en aquella calle para contemplarlo, sin sospechar los secretos que se ocultaban tras sus frondas frescas y verdes. Más de un soñador de por entonces dejó en mucha ocasiones que los ojos y el pensamiento se le fuesen, indiscretos, por entre los barrotes de la verja antigua, cerrada con candado, retorcida, tambaleante, sellada a dos pilastras verdes y cubiertas de musgo y que remataba de forma muy curiosa un frontón con arabescos indescifrables.

Había un banco de piedra en un rincón, una o dos estatuas con moho; unas cuantas espalderas que se habían desclavado con el paso de los años se pudrían contra la pared; por lo demás, no había ya ni paseos ni césped; grama por todas partes. Se había ido la jardinería y había regresado la naturaleza. Abundaban las malas hierbas, aventura admirable para un humilde trocito de tierra. La fiesta de los alhelíes era soberbia. Nada en aquel jardín le llevaba la contraria al esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida; el crecimiento venerable estaba allí en su propia casa. Los árboles habían bajado hacia las zarzas y las zarzas se habían alzado hacia los árboles; la planta había subido, la rama había cedido; lo que repta por el suelo había ido al encuentro de lo que prospera en el aire; lo que flota al viento se había inclinado hacia lo que se arrastra por el musgo: troncos, ramitas, hojas, fibras, matas, zarcillos, sarmientos, espinas, se habían entremezclado, cruzado, desposado, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho, y profundo, había consumado allí, bajo la mirada satisfecha del creador, en este recinto cerrado de trescientos pies cuadrados, el santo misterio de su fraternidad, símbolo de la fraternidad humana. Aquel jardín no era ya un jardín, era un enmarañamiento colosal, es decir, algo impenetrable como un bosque, poblado como una ciudad, estremecido como un nido, oscuro como una catedral, perfumado como un ramo, solitario como una tumba, vivo como una multitud.

En el mes de floreal, este matorral enorme, en libertad tras la verja y entre sus cuatro paredes, entraba en celo con la sorda actividad de la germinación universal, se sobresaltaba al salir el sol casi como un animal que respira los efluvios del amor cósmico y nota que la savia de abril le sube, hirviendo, por las venas, y, agitando al viento su prodigiosa melena verde, sembraba en la tierra húmeda, sobre las estatuas torpes, sobre la escalinata medio derruida de la fachada del pabellón e incluso sobre el empedrado de la calle desierta, las flores hechas estrellas, el rocío hecho perlas, la fecundidad, la hermosura, la vida, la alegría, los perfumes. A mediodía, miles de mariposas blancas buscaban refugio en él, y era un espectáculo divino ver revolotear como un torbellino de copos, en la sombra, aquella nieve viva del verano. Allí, en aquellas tinieblas alegres de las frondas, una muchedumbre de voces inocentes le hablaban suavemente al alma; y lo que se les había olvidado decir a los trinos lo completaban los zumbidos.