Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO QUINTO

ME había alejado ya de aquellas sombras, y seguía las huellas de mi Guía, cuando detrás de mí, y señalándome con el dedo, gritó una de ellas:

—Mirad; no se nota que el Sol brille a la izquierda de aquel de más abajo, que marcha al parecer como un vivo.

Al oír estas palabras, volví la cabeza, y vi que las sombras miraban con admiración, no solamente a mí, sino también a la luz interceptada por mi cuerpo.

—¿Por qué se turba tanto tu ánimo—dijo el Maestro—, que así acortas el paso? ¿Qué te importa lo que allí murmuran? Sígueme, y deja que hable esa gente. Sé firme como una torre, cuya cúspide no se doblega jamás al embate de los vientos: el hombre en quien bulle pensamiento sobre pensamiento, siempre aleja de sí el fin que se propone; porque el uno debilita la actividad del otro.

¿Qué otra cosa podría yo contestarle sino: «Ya voy?» Así lo hice, cubierto algún tanto de aquel color que hace a veces al hombre digno de perdón. En tanto, de través por la cuesta venían hacia nosotros algunas almas entonando, versículo a versículo, el «Miserere.» Cuando observaron que yo no daba paso al través de mi cuerpo a los rayos solares, cambiaron su canto en un «¡Oh!» ronco y prolongado: y dos de ellas, a guisa de mensajeros, corrieron a nuestro encuentro, diciendo:

—Hacednos sabedores de vuestra condición.

Mi Maestro contestó:

—Podéis iros y referir a los que os han enviado, que el cuerpo de éste es de verdadera carne. Si se han detenido, según me figuro, por ver su sombra, bastante tienen con tal respuesta: hónrenle, porque podrá serles grato.

Jamás he visto a prima noche los vapores encendidos, ni a puesta del Sol las exhalaciones de Agosto, hendir el Cielo sereno tan rápidamente como corrieron aquellas almas hacia sus compañeras; y una vez allí, regresaron adonde estábamos, juntas con las demás, como escuadrón que corre a rienda suelta.

—Esa gente que se agolpa hacia nosotros es numerosa—dijo el Poeta—, y vienen a dirigirte alguna súplica: tú, sin embargo, sigue adelante, y escucha mientras andas.

—¡Oh alma, que, para llegar a la felicidad, vas con los miembros con que naciste!—venían gritando—: modera un poco tu paso. Repara si has conocido a alguno de nosotros, de quien puedas llevar allá noticias. ¡Ah! ¿Por qué te vas? ¿Por qué no te detienes? Todos hemos terminado nuestros días por muerte violenta, y fuimos pecadores hasta la última hora: entonces la luz del Cielo iluminó nuestra razón tan bien, que, arrepentidos y perdonados, abandonamos la vida en la gracia de Dios, que nos abrasa por el gran deseo que tenemos de verle.

Yo les contesté:

—Aun cuando no reconozco las desfiguradas facciones de ninguno de vosotros, no obstante, si deseáis de mí algo que me sea posible, espíritus bien nacidos, yo lo haré por aquella paz que se me hace buscar de mundo en mundo, siguiendo los pasos de este Guía.