Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXIII
La cita
D’Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
—¿Alguien ha traído una carta para mí? —preguntó vivamente D’Artagnan.
—Nadie ha traído ninguna carta, señor —respondió Planchet—; pero hay una que ha venido totalmente sola.
—¿Qué quieres decir, imbécil?
—Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.
—¿Y dónde está esa carta?
—La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella.
Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D’Estrées.[116]
C. B.
Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.
—¡Y bien, señor! —dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente—. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
—Te equivocas, Planchet —respondió D’Artagnan—, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
—Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas…
—Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
—Entonces, ¿el señor está contento? —preguntó Planchet.
—¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
—¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
—Sí, vete.
—Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…