Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO TERCERO

MIENTRAS la repentina fuga dispersaba por la campiña aquellas almas, que se volvían hacia la montaña donde la razón divina las aguija, me acerqué a mi fiel compañero; porque, ¿cómo hubiera podido sin él seguir mi viaje?, ¿quién me habría sostenido al subir por la montaña? Me pareció que mi Guía estaba por sí mismo arrepentido de su flaqueza. ¡Oh conciencia digna y pura!, ¡qué amargo roedor es para ti la más pequeña falta! Cuando sus pies cesaron de caminar con aquella precipitación que se aviene mal con la majestad de la persona, mi mente, desechando el pensamiento que la inquietaba, concentró su atención, como deseosa de recibir las nuevas impresiones; y me puse a contemplar el monte más alto de cuantos hacia el Cielo se elevan sobre las aguas. El Sol, que a mis espaldas despedía su rubicunda luz, quedaba interceptado por mi cuerpo, en el que se apoyaban sus rayos; y cuando vi que sólo delante de mí se obscurecía la tierra, volvíme de lado, temeroso de haber sido abandonado. Mi Protector entonces empezó a decirme, vuelto hacia mí:

—¿Por qué desconfías aún? ¿Crees que no estoy contigo, y que ya no te guío? Ahora es ya por la tarde allá donde está sepultado el cuerpo, dentro del cual hacía yo sombra. Nápoles lo posee, porque lo han quitado de Brindis. Si, pues, ninguna sombra se proyecta delante de mí, no debes admirarte de ello más que de ver cómo los cielos no interceptan unos a otros el paso de sus luces. La Virtud divina hace que semejantes cuerpos sean aptos para sufrir tormentos, calor y frío; mas no ha querido revelarnos cómo opera tal maravilla. Insensato es el que espera que nuestra razón pueda recorrer las infinitas vías de que dispone el que es una substancia en tres personas. Seres humanos, contentaos con el «quia;»[48] pues si os fuera dable verlo todo, no habría sido necesario que pariese María; y habéis visto desearlo en vano a tales hombres, que, a ser posible, hubieran satisfecho ese deseo, el cual forma su eterno suplicio: hablo de Aristóteles, de Platón y otros muchos.

En este punto, inclinó la frente sin decir nada más, y quedó como turbado. Llegamos en tanto al pie del monte, cuyas rocas encontramos tan escarpadas, que las piernas más ágiles nos hubieran sido inútiles. El camino más desierto, el más áspero entre Lerici y Turbía, es, comparado con aquél, una rampa suave y anchurosa.

—¿Quién sabe ahora—dijo mi Maestro deteniendo sus pasos—hacia qué mano es accesible la costa, de modo que pueda subir el que no tiene alas?

Y mientras él tenía los ojos bajos, meditando qué camino seguiríamos, y yo miraba hacia arriba alrededor de las rocas, apareció por la izquierda una multitud de almas, que se dirigían hacia nosotros, aunque no lo parecía; tanta era la lentitud con que caminaban.

—Levanta los ojos—dije a mi Maestro—; he aquí quien nos podrá aconsejar, si es que no puedes aconsejarte a ti mismo.

Miróme entonces, y con rostro franco respondió:

—Vamos allá, pues ellos vienen muy despacio; y tú no pierdas la esperanza, hijo querido.

Habríamos andado mil pasos, y aun distaba de nosotros aquella muchedumbre tanto espacio cuanto podría recorrer una piedra lanzada por un buen hondero, cuando se arrimaron todos a los duros peñascos de la escarpada orilla, y permanecieron firmes y apretados entre sí, como se detiene a mirar aquel que duda.