Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro cuarto

Los amigos del A B C

Cap II : Bossuet pronuncia la oración fúnebre de Blondeau.

Cierta tarde que coincidía en algunos aspectos, como vamos a verlo, con los acontecimientos referidos antes, Laigle de Meaux estaba sensualmente adosado al marco de la puerta del café Musain. Parecía una cariátide de vacaciones; no llevaba consigo sino su ensoñación. Estaba mirando la plaza de Saint-Michel. Adosarse es una forma de estar acostado de pie que no desagrada a los soñadores. Laigle de Meaux se estaba acordando melancólicamente de un menudo contratiempo que le había ocurrido la antevíspera en la Facultad de Derecho y modificaba sus planes personales para el futuro, planes, por lo demás, bastante inconcretos.

La ensoñación no impide que pase un cabriolé ni que el soñador se fije en el cabriolé. Laigle de Meaux, cuyas pupilas vagaban en una especie de paseo ocioso y difuso, divisó, a través de ese estado suyo de sonambulismo, un vehículo de dos ruedas que pasaba por la plaza y que iba al paso y como indeciso. ¿A quién buscaba ese cabriolé? ¿Por qué iba al paso? Laigle se fijó. Iba en él, junto al cochero, un joven y, delante de ese joven, había un bolso de viaje bastante grande. El bolso exhibía ante los ojos de los transeúntes este nombre escrito en letras grandes y negras en una tarjeta cosida a la tela: MARIUS PONTMERCY.

Al ver ese nombre, Laigle cambió de postura. Se incorporó y apostrofó como sigue al joven del cabriolé:

—¡Señor Marius Pontmercy!

El cabriolé así interpelado se detuvo.

El joven, que también parecía muy ensimismado, alzó la vista.

—¿Qué sucede? —dijo.

—¿Es usted Marius Pontmercy?

—Desde luego.

—Lo estaba buscando —siguió diciendo Laigle de Meaux.

—¿Cómo es eso? —preguntó Marius; pues era él, efectivamente, que se iba de casa de su abuelo y tenía ante los ojos una cara que veía por primera vez—. Yo no lo conozco a usted.

—Yo tampoco lo conozco —contestó Laigle.

Marius pensó que se había encontrado con un gracioso y que iban a intentar tomarle el pelo en plena calle. No estaba de buen humor en aquellos momentos. Frunció el entrecejo. Laigle de Meaux, imperturbable, añadió:

—No vino usted anteayer a la facultad.

—Es posible.

—Es seguro.

—¿Es usted estudiante? —preguntó Marius.

—Sí, caballero. Igual que usted. Anteayer entré en la facultad por casualidad. Ya sabe, a veces se le ocurren a uno ideas peregrinas. El profesor estaba pasando lista. No ignora usted lo ridículos que se ponen en esos casos. La tercera vez que no contesta alguien al pasar lista lo dan de baja. Sesenta francos que se van al infierno.

Marius estaba empezando a atender. Laigle prosiguió;

—Era Blondeau el que estaba pasando lista. Ya conoce a Blondeau; tiene una nariz muy puntiaguda y muy maliciosa a la que le encanta olerse quién falta a clase. Empezó, el muy taimado, por la letra P. Yo no atendía, porque no tengo nada que ver con esa letra. La lista no iba mal. Ninguna baja; el universo entero estaba presente. Blondeau estaba triste. Me decía yo para mi capote: «Blondeau, amor mío, hoy no vas a poder ejecutar a nadie».