Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro primero

París estudiado en su átomo

Cap III : Es simpático.

Por las noches, con unos céntimos que siempre consigue, el homuncio entra en un teatro. Al cruzar ese umbral mágico se transfigura: era un golfillo y se convierte en el titi parisino. Los teatros son algo así como barcos puestos del revés, con la sentina arriba. En esa sentina se agolpan los titis, que son al golfillo lo que la falena a la oruga; el mismo ser, pero que ha alzado el vuelo y planea. Basta con que estén ahí, irradiando dicha, potentes de entusiasmo y alegría, con ese batir de las manos que parece un batir de alas, para que esa sentina estrecha, fétida, oscura, sórdida, malsana, repulsiva, abominable, se llame el paraíso.

Dadle a alguien lo inútil y quitadle lo necesario y el resultado será el golfillo.

El golfillo no carece de cierta intuición literaria. No es que sea dado, y lo decimos lamentándolo cuanto sea preciso lamentarlo, al gusto clásico. Es, por naturaleza, poco académico. Por poner un ejemplo, la popularidad de la señorita Mars la aliñaba aquel público menudo de niños bulliciosos con cierta ironía. Los golfillos la llamaban la señorita Más.

El golfillo berrea, bromea, se pitorrea, pelea, va vestido de retales como un niño pequeño y de harapos como un filósofo, pesca en la alcantarilla, caza en la cloaca, saca buen humor de la inmundicia, flagela con sus dichos ingeniosos los cruces de calles, ríe con sarcasmo y muerde, silba y canta, aclama y abuchea, le quita hierro al aleluya con los estribillos de las óperas cómicas, canturrea todas las músicas desde el De Profundis hasta las chirigotas de carnaval, halla sin buscar, sabe lo que ignora; de tan espartano como es resulta ser un rata; de tan loco, un sabio; de tan lírico, soez; se pondría en cuclillas en el Olimpo, se revuelca en el estiércol y se levanta cubierto de estrellas. El golfillo de París es un Rabelais en miniatura.

No le gustan los pantalones que no tienen bolsillo para el reloj.

Pocas cosas lo extrañan y menos aún lo asustan; ridiculiza las supersticiones, desinfla las exageraciones, se ríe de los misterios, les saca la lengua a los fantasmas, les quita la poseía a los zancos, caricaturiza los aspavientos épicos. No es que sea prosaico, ni mucho menos; pero pone en el lugar de la visión solemne la fantasmagoría humorística. Si se le apareciera Adamastor, el golfillo diría: «¡Anda! ¡El hombre del saco!».