Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO VIGESIMOCTAVO

QUIEN podría jamás, ni aún con palabras sin medida, por más que lo intentase muchas veces, describir toda la sangre y las heridas que vi entonces? No existe ciertamente lengua alguna que pueda expresar, ni entendimiento que retenga, lo que apenas cabe en la imaginación. Si pudiera reunirse toda la gente que derramó su sangre en la infortunada tierra de la Pulla, cuando combatieron los romanos durante aquella prolongada guerra en que se recogió tan gran botín de anillos, como refiere Tito Livio y no se equivoca, con la que sufrió tan rudos golpes por contrastar a Roberto Guiscardo, y con aquella cuyos huesos se recogen aún, tanto en Ceperano, donde cada habitante fué un traidor, como en Tagliacozzo, donde el viejo Allard venció sin armas, y fuera posible que todos los combatientes mencionados enseñaran sus miembros rotos y traspasados, ni aun así tendría una idea del aspecto horrible que presentaba la novena fosa. Una cuba que haya perdido las duelas del fondo no se vacía tanto como un espíritu que ví hendido desde la barba hasta la parte inferior del vientre; sus intestinos le colgaban por las piernas: se veía el corazón en movimiento y el triste saco donde se convierte en excremento todo cuanto se come. Mientras le estaba contemplando atentamente, me miró, y con las manos se abrió el pecho, diciendo:

—Mira cómo me desgarro: mira cuán estropeado está Mahoma. Allí va delante de mí llorando, con la cabeza abierta desde el cráneo hasta la barba, y todos los que aquí ves, vivieron; mas por haber diseminado el escándalo y el cisma en la tierra, están hendidos del mismo modo. En pos de nosotros viene un diablo que nos hiere cruelmente, dando tajos con su afilada espada a cuantos alcanza entre esta multitud de pecadores, luego que hemos dado una vuelta por esta lamentable fosa; porque nuestras heridas se cierran antes de volvernos a encontrar con aquel demonio. Pero tú, que estás husmeando desde lo alto del escollo, quizá para demorar tu marcha hacia el suplicio que te haya sido impuesto por tus culpas, ¿quién eres?

—Ni la muerte le alcanzó aún, ni le traen aquí sus culpas para que sea atormentado—contestó mi Maestro—, sino que ha venido para conocer todos los suplicios. Yo, que estoy muerto, debo guiarle por cada uno de los círculos del profundo Infierno, y esto es tan cierto como que te estoy hablando.

Al oír estas palabras, más de cien condenados se detuvieron en la fosa para contemplarme, haciéndoles olvidar la sorpresa su martirio.

—Pues bien, tú que tal vez dentro de poco volverás a ver el sol, di a fray Dolcino que, si no quiere reunirse conmigo aquí muy pronto, debe proveerse de víveres y no dejarse rodear por la nieve; pues sin el hambre y la nieve, difícil le será al novarés vencerle.

Mahoma me dijo estas palabras después de haber levantado un pie para alejarse; cuando cesó de hablar, lo fijó en el suelo y partió.

Otro, que tenía la garganta atravesada, la nariz cortada hasta las cejas, y una oreja solamente, se quedó mirándome asombrado con los demás espíritus, y abriendo antes que ellos su boca, exteriormente rodeada de sangre por todas partes, dijo:

—¡Oh, tú a quien no condena culpa alguna, y a quien ya vi allá arriba, en la tierra latina, si es que no me engaña una gran semejanza!, acuérdate de Pedro de Medicina, si logras ver de nuevo la hermosa llanura que declina desde Vercelli a Marcabó; y haz saber a los dos mejores de Fano, a messer Guido y Angiolello, que si la previsión no es aquí vana, serán arrojados fuera de su bajel, y ahogados cerca de la Católica por la traición de un tirano desleal. Desde la isla de Chipre a la de Mallorca no habrá visto jamás Neptuno una felonía tan grande, llevada a cabo por piratas, ni por corsarios griegos.