Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO VIGESIMOQUINTO

AL terminar estas palabras, el ladrón alzó ambas manos haciendo un gesto indecente y exclamando: «Toma, Dios, esto es para tí.» Desde entonces fuí amigo de las serpientes; porque una de ellas se le enroscó en el cuello como diciendo: «No quiero que hables más:» y otra se agarró a sus brazos, sujetándolos de tal modo, que no le era posible al condenado hacer ningún movimiento. ¡Ah, Pistoya, Pistoya! ¿Cómo no decides reducirte tú misma a cenizas, y dejar de existir, pues que tus hijos son peores que sus antepasados? En todos los círculos del obscuro Infierno no he visto espíritu tan soberbio ante Dios, a no ser aquel que cayó desde los muros de Tebas. El ladrón huyó sin decir una palabra más. Entonces vi un Centauro lleno de ira, que acudía gritando: «¿Dónde está, dónde está el soberbio?» No creo que contengan las Marismas tanto reptil como llevaba el Centauro sobre su grupa hasta el sitio en que empezaba la forma humana: sobre sus espaldas, detrás de la nuca, descansaba un dragón con las alas abiertas, el cual abrasaba cuanto salía a su encuentro. Mi Maestro dijo:

—Ese monstruo es Caco, el que al pie de las rocas del monte Aventino formó más de una vez un lago de sangre. No va por el mismo camino que sus hermanos, porque robó fraudulentamente el gran rebaño que pacía en las inmediaciones del sitio que había escogido por vivienda: pero sus inicuos hechos acabaron por fin bajo la clava de Hércules, que si le dió cien golpes con ella, aquél no llegó a sentir el décimo.

Mientras así hablaba Virgilio, Caco desapareció, al mismo tiempo que se acercaban tres espíritus por debajo del margen donde estábamos, lo cual no advertimos ni mi Guía ni yo, hasta que les oímos gritar: «¿Quiénes sois?» Cesó entonces nuestra conversación, y nos fijamos solamente en ellos. Yo no les conocía; pero sucedió, como suele acontecer algunas veces, que el uno tuvo necesidad de llamar al otro, diciéndole: «Cianfa, ¿dónde te has metido?» Y yo, a fin de que estuviese atento mi Guía, me puse el dedo desde la nariz a la barba. Ahora, lector, si se te hace difícil creer lo que te voy a decir, no será extraño, porque yo que lo vi, apenas lo creo. Mientras estaba contemplando a aquellos espíritus, se lanzó una serpiente con seis patas sobre uno de ellos, agarrándosele enteramente. Con las patas de enmedio le oprimió el vientre; con las de delante le sujetó los brazos, y después le mordió en ambas mejillas. Extendiendo en seguida las patas de detrás sobre sus muslos, le pasó la cola por entre los dos, y se la mantuvo apretada contra los riñones. Nunca se agarró tan fuertemente la hiedra al árbol, como la horrible fiera adaptó sus miembros a los del culpable: después una y otro se confundieron, como si fuesen de blanda cera, y mezclaron tan bien sus colores, que ninguno de ambos parecía ya lo que antes había sido. Así con el ardor del fuego se extiende sobre el papel un color obscuro, que no es negro, y sin embargo deja de ser blanco. Los otros dos condenados le miraban, exclamando cada cual: «¡Ay, Angel,[33] cómo cambias! No eres ya uno ni dos.» Las dos cabezas se habían convertido en una, y aparecían dos figuras mezcladas en una sola faz, quedando en ella confundidas entrambas. De los cuatro brazos se hicieron dos: los muslos y las piernas, el vientre y el tronco se convirtieron en miembros nunca vistos. Quedó borrado todo su primitivo aspecto: aquella imagen transformada parecía dos y ninguna de las anteriores; y en tal estado se alejaba a pasos lentos.

Como el lagarto, que bajo el ardor de los días caniculares, cuando cambia de maleza, parece un rayo al atravesar el camino, tal parecía, dirigiéndose hacia el vientre de los otros dos espíritus, una pequeña serpiente irritada, lívida y negra como grano de pimienta. Picó a uno de ellos en aquella parte del cuerpo por donde nos alimentamos antes de nacer, y después cayó a sus pies quedando tendida.