Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

LOS ARGUMENTOS DEL CORREGIDOR

I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.

Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el estallido, y reventó y se armó la tremenda. El Visitador era testarudo, no cejó un ápice y siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra ajena. Y hubo una tal de zambomba y degollina, horca, y jicarazo, que… ¡vamos! debemos tomar por especial cariño y bendición de Dios no haber comido pan en aquel desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuños, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas con el verdugo.

A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises para su majestad, echóse su señoría a pesquisar a todos los empleados que tenían manejo de fondos públicos; y tal revoltijo y gatuperio hallaría en el examen de algunas cuentas, que plantó en chirona a encopetados personajes responsables de éstas. Es fama que, oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo aburrido el señor de Areche:

—¿Sabe usted, señor alcabelero, que no entiendo sus cuentas?

—No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las entiendo, y eso que las cuentas son mías.

¡Vaya si las malditas andarían enredadas!