Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro sexto

Le Petit-Picpus

Cap XI : Fin de Le Petit-Picpus.

El convento de Le Petit-Picpus empezó a decaer nada más iniciarse la Restauración, lo que forma parte de la muerte general de la orden, que, transcurrido el siglo XVIII, va desapareciendo como todas las demás órdenes religiosas. La contemplación y también la oración son necesidades de la humanidad; pero, como todo aquello que ha pasado por la Revolución, se transforman, y, de hostiles al progreso social, se convierten en partidarias de él.

El convento de Le Petit-Picpus se iba quedando vacío a toda velocidad. En 1840 ya no existían el convento pequeño ni el internado. Ya no estaban ni las ancianas ni las muchachitas; aquéllas se habían muerto y éstas se habían ido. Volaverunt.

La regla de la Adoración Perpetua es tan rígida que espanta; las vocaciones disminuyen y no hay incorporaciones nuevas a la orden. En 1845 todavía llegaban algunas legas; pero ya no había profesiones. Hace cuarenta años, había casi cien monjas; hace quince años, eran sólo veintiocho. ¿Cuántas serán ahora? En 1847, la superiora era joven, síntoma de que el círculo se reduce cada vez más. A medida que va habiendo menos monjas, aumenta el cansancio y las obligaciones se hacen más penosas; ya se estaba viendo llegar el momento en que no serían más que una docena de hombros doloridos e inclinados para cargar con la pesada regla de san Benito. La carga es implacable, y no varía sean pocas o muchas. Agobiaba, aplastaba. Además, también se mueren. Cuando el autor de este libro vivía todavía en París, murieron dos. Una tenía veinticinco años; la otra, veintitrés. Ésta puede decir, como Julia Alpinula: Hic jaceo. Vixi annos viginti et tres. Por esa decadencia es por lo que el convento ha renunciado a tener educandas.

No nos ha sido posible pasar por delante de esa casa extraordinaria, desconocida, ignota, sin entrar y sin que entrasen con nosotros las mentes que nos acompañan y que atienden a la narración, quizá para provecho de algunas, de la historia melancólica de Jean Valjean. Hemos entrado en esa comunidad llena de prácticas antiguas que, hoy en día, parecen tan nuevas. Es el jardín cerrado. Hortum conclusus. Hemos hablado de ese sitio singular con todo detalle, pero con respeto, al menos con todo el respeto que puede resultar conciliable con el detalle. No lo entendemos todo, pero no insultamos nada. Estamos a igual distancia del hosanna de Joseph de Maistre, que acaba por reivindicar al verdugo, que de la risa sarcástica de Voltaire, que llega incluso a mofarse del crucifijo.

Peca Voltaire de falta de lógica, dicho sea de paso; porque Voltaire habría defendido a Jesús igual que defendió a Calas; y para esos mismos que niegan las encarnaciones sobrehumanas, ¿qué representa el crucifijo? Al sabio asesinado.

En el siglo XIX, las ideas religiosas entran en crisis. Se desaprenden una serie de cosas, y muy bien desaprendidas están con tal de que, al desaprender aquello, se aprenda otra cosa. Que no haya vacíos en el corazón humano. Hay demoliciones, y es bueno que las haya, pero a condición de que luego se construya.

Entre tanto, examinemos lo que ya no existe. Es necesario saberlo, aunque no sea más que para evitarlo. Las imitaciones del pasado adoptan nombres fingidos y de buen grado toman el nombre de porvenir. Ese fantasma, el pasado, tiene tendencia a usar un pasaporte falso. Caigamos en la cuenta de la trampa. Desconfiemos. El pasado tiene un rostro: la superstición, y una máscara: la hipocresía. Denunciemos el rostro y arranquemos la máscara.

En cuanto a los conventos, son un tema complejo. Tema de civilización, que los condena; tema de libertad, que los ampara.