Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro sexto

Le Petit-Picpus

Cap III : Rigores.

Son postulantes dos años y, con frecuencia, cuatro; cuatro años, novicias. Es raro que los votos definitivos puedan pronunciarse antes de los veintitrés o los veinticuatro años. Las bernardas benedictinas de Martín Verga no admiten viudas en su orden.

En sus celdas llevan a cabo muchas maceraciones desconocidas que no deben mencionar nunca.

El día en que profesa una novicia, la visten con sus mejores galas, la coronan de rosas blancas, le cepillan el pelo y se lo peinan con ondas; luego, se prosterna; le ponen por encima un velo grande y negro y cantan el oficio de difuntos. Entonces, las mojas se separan en dos filas; una fila pasa por su lado, diciendo con tono lastimero: nuestra hermana ha muerto; y la otra fila responde con voz triunfal: ¡Vive en Jesucristo!

En la época en que transcurre esta historia, existía un internado que dependía del convento. Un internado de muchachas de la nobleza, acaudaladas la mayoría, entre las que destacaban las señoritas de Sainte-Aulaire y de Bélissen y una inglesa que llevaba el ilustre apellido católico Talbot. Esas jóvenes, a las que educaban aquellas monjas entre cuatro paredes, crecían en el horror del siglo y del mundo. Una de ellas nos decía un día: Cuando veía los adoquines de la calle, temblaba de pies a cabeza. Vestían de azul con un gorro blanco y un Espíritu Santo de plata sobredorada o de cobre prendido en el pecho. En algunos días de fiesta mayor, sobre todo el día de santa Marta, les permitían como favor extremado y dicha suprema que se vistiesen de monjas y participasen un día entero en los oficios y las normas de san Benito. En los primeros tiempos, las monjas les prestaban sus ropajes negros. Pareció profano, y la superiora lo prohibió. Sólo se les permitió un préstamo así a las novicias. Es algo que llama la atención que aquellas representaciones, toleradas y fomentadas sin duda en el convento con un ánimo secreto de proselitismo y para dar a esas niñas cierto regusto anticipado del hábito santo, eran para las internas una alegría real y un auténtico recreo. Se divertían con toda naturalidad. Era algo nuevo, era un cambio. Candorosas razones de la infancia que, por lo demás, no consiguen que nuestras mundanas personas entiendan esa felicidad que consiste en tener un hisopo en la mano y pasarse de pie horas enteras cantando entre cuatro delante de un facistol.

Las alumnas, si exceptuamos las austeridades, cumplían con todas las prácticas del convento. Hubo jóvenes que, tras incorporarse al mundo y después de varios años de matrimonio, aún no habían conseguido quitarse la costumbre de decir a toda prisa cada vez que llamaban a su puerta: ¡Por siempre! Igual que las monjas, las internas no veían a sus padres sino en el locutorio. Ni siquiera sus madres conseguían que les permitieran darles un beso, tanta era la severidad en aquel aspecto. Un día una joven recibió la visita de su madre, a quien acompañaba una hermanita de tres años. La joven lloraba porque habría querido darle un beso a su hermana. Imposible. Rogó que al menos se le permitiese a la niña meter la manita por los barrotes para que ella pudiera besársela. Se lo negaron casi como si fuera un escándalo.