Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro quinto

A escopetas negras, rehala muda

Cap IX : El hombre del cascabel.

Se fue derecho al hombre a quien divisaba en el jardín. Llevaba en la mano el canuto de dinero que se había metido en el bolsillo del chaleco.

El hombre tenía la cabeza gacha y no lo veía acercarse. Jean Valjean se plantó a su lado en pocas zancadas.

Le dijo gritando:

—¡Cien francos!

El hombre se sobresaltó y alzó la vista.

—¡Le pago cien francos si me da asilo por esta noche! —añadió Jean Valjean.

La luna le daba de lleno en la cara descompuesta a Jean Valjean.

—¡Anda, si es usted, compadre Madeleine! —dijo el hombre.

Aquel nombre, que un desconocido decía en aquella hora tan oscura en aquel lugar también desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean.

Se esperaba cualquier cosa menos aquello. Quien le hablaba era un anciano encorvado y cojo, vestido más o menos como un campesino, que llevaba en la rodilla izquierda una rodillera de cuero de la que colgaba una campanilla de buen tamaño. No se le veía la cara, que estaba en la sombra.

Pero el hombre se había quitado el gorro y exclamaba, trémulo:

—¡Ay, Dios mío! Pero ¿qué está usted haciendo aquí, compadre Madeleine? ¡Jesús, Jesús! ¿Por dónde ha entrado? ¿Ha caído del cielo? Que no es que sea de extrañar, porque si alguna vez cae usted de alguna parte, de ahí tendrá que ser. Pero ¿qué pintas lleva? ¡Sin corbata, sin sombrero, sin levita! ¿Sabe que le habría dado un buen susto a alguien que no lo conociera? ¡Sin levita! ¡Señor, Señor! ¿Es que en estos tiempos se vuelven locos los santos? Pero ¿cómo ha entrado aquí?

Se le atropellaban las palabras. El viejo hablaba con locuacidad campesina donde nada había que pudiera resultar intranquilizador. Todo lo decía con una mezcla de asombro y de campechanía candorosa.

—¿Quién es usted? ¿Y qué casa es ésta? —preguntó Jean Valjean.

—¡Cuerpo de Cristo, ésta sí que es buena! —exclamó el anciano—. Soy la persona a la que usted encontró acomodo aquí y esta casa fue en la que me encontró ese acomodo. ¿Cómo? ¿No me reconoce?

—No —dijo Jean Valjean—. ¿Y cómo es que usted sí me conoce?

—Me salvó usted la vida —dijo el hombre.

Se dio la vuelta, le subrayó el perfil un rayo de luna y Jean Valjean reconoció a Fauchelevent.

—¡Ah! —dijo Jean Valjean—. ¿Es usted? Sí, lo reconozco.

—Vaya, menos mal —dijo el viejo, con tono de reproche.

—¿Y qué hace usted aquí? —siguió preguntando Jean Valjean.

—¡Anda! ¡Pues tapando los melones, claro!

Fauchelevent tenía efectivamente en la mano en el momento en que se le había acercado Jean Valjean la punta de una estera que estaba colocando por encima del melonar. Ya había puesto unas cuantas en la hora, más o menos, que llevaba en el jardín. Por esa operación era por lo que llevaba a cabo los peculiares ademanes que le habían llamado la atención a Jean Valjean desde el almacén.