Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

EL ALMA DE FRAY VENANCIO

Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sino del alma de un padre mercedario que vino del otro mundo, no sé si en coche, navío o pedibus andando, con el expreso destino de dar un susto de los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fué tan popular como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.

De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasen espíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historia de los hijos de Noé, que fueron cinco, y se llamaron Bran, Bren, Brin, Bron, Brun, como dicen las viejas. Pero es el caso que una niña, muy guapa y muy devota a la vez, me ha pedido que ponga en letras de molde esta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el compromiso.

¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa

el ánima que está en pena!

era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelo pedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cual contestaba siempre algún chusco completando la redondilla:

que se queme en hora buena,

que yo me voy a mi casa.

I

El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente como dos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y no andan al morro por centavo más o menos de la herencia.

En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron el noviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.

Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades con cerquillo.

No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermones gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, y ni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalo callejero o una querella capitular.

Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche se les encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos! ¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!

Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y de austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla, y pare usted de contar.

Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque no mundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupación constante.