VERDADERA HISTORIA DE LOS SUCESOS DE LA CONQUISTA DE LA NUEVA ESPAÑA, POR EL CAPITÁN BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO, UNO DE SUS CONQUISTADORES.

CAPÍTULO VII. De los trabajos que tuve hasta llegar a una villa que se dice la Trinidad.

Ya he dicho que nos quedamos en la Habana ciertos soldados que no estábamos sanos de los flechazos, y para ir a la villa de la Trinidad, ya que estábamos mejores, acordamos de nos concertar tres soldados con un vecino de la misma Habana, que se decía Pedro de Ávila, que iba asimismo a aquel viaje en una canoa por la mar por la banda del sur, y llevaba la canoa cargada de camisetas de algodón, que iba a vender a la villa de la Trinidad. Ya he dicho otras veces que canoas son de hechura de artesas grandes, cavadas y huecas, y en aquellas tierras con ellas navegan costa a costa; y el concierto que hicimos con Pedro de Ávila fue que daríamos diez pesos de oro porque fuésemos en su canoa. Pues yendo por la costa adelante, a veces remando y a ratos a la vela, ya que habíamos navegado once días en paraje de un pueblo de indios de paz que se dice Canarreon, que era términos de la villa de la Trinidad, se levantó un tan recio viento de noche, que no nos pudimos sustentar en la mar con la canoa, por bien que remábamos todos nosotros; y el Pedro de Ávila y unos indios de la Habana y unos remeros muy buenos que traíamos hubimos de dar al través entre unos ceborucos, que los hay muy grandes en aquella costa; por manera que se nos quebró la canoa y el Ávila perdió su hacienda, y todos salimos descalabrados de los golpes de los ceborucos y desnudos en carnes; porque para ayudarnos que no se quebrase la canoa y poder mejor nadar, nos apercebimos de estar sin ropa ninguna, sino desnudos.

Pues ya escapados con las vidas de entre aquellos ceborucos, para nuestra villa de la Trinidad no había camino por la costa, sino malos países y ceborucos, que así se dicen, que son las piedras con unas puntas que salen dellas que pasan las plantas de los pies, y sin tener qué comer. Pues como las olas que reventaban de aquellos grandes ceborucos nos embestían, y con el gran viento que hacía llevábamos hechas grietas en las partes ocultas que corría sangre dellas, aunque nos habíamos puesto delante muchas hojas de árboles y otras yerbas que buscamos para nos tapar. Pues como por aquella costa no podíamos caminar por causa que se nos hincaban por las plantas de los pies aquellas puntas y piedras de los ceborucos, con mucho trabajo nos metimos en un monte, y con otras piedras que había en el monte cortamos cortezas de árboles, que pusimos por suelas, atadas a los pies con unas que parecen cuerdas delgadas, que llaman bejucos, que nacen entre los árboles; que espadas no sacamos ninguna, y atamos los pies y cortezas de los árboles con ello lo mejor que pudimos, y con gran trabajo salimos a una playa de arena, y de ahí a dos días que caminamos llegamos a un pueblo de indios que se decía Yaguarama, el cual era en aquella sazón del padre fray Bartolomé de las Casas, que era clérigo presbítero, y después le conocí fraile dominico, y llegó a ser obispo de Echiapa; y los indios de aquel pueblo nos dieron de comer.