Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro séptimo

El caso Champmathieu

Cap VII : El viajero, tras llegar, toma precauciones para marcharse.

Eran cerca de las ocho de la tarde cuando la tartana que hemos dejado en camino entró por la puerta cochera del Hôtel de la Poste de Arras. El hombre a quien hemos ido siguiendo hasta ahora respondió, al apearse, con expresión distraída a las atenciones del personal de la posada, mandó de vuelta al caballo de refuerzo y llevó personalmente al caballito blanco a la cuadra; abrió luego la puerta de un salón de billar que había en la planta baja, se sentó y se puso de codos en una mesa. Había tardado catorce horas en aquel trayecto que contaba hacer en seis. Reconocía que él no había tenido la culpa; pero en el fondo no estaba contrariado.

Entró la dueña de la fonda.

—¿El señor va a querer una habitación? ¿El señor va a querer cenar?

Él negó con la cabeza.

—¡El mozo de cuadra dice que el caballo del señor está muy cansado!

El viajero rompió entonces el silencio:

—¿Podrá volver a viajar el caballo mañana por la mañana?

—¡Huy, caballero, va a necesitar lo menos dos días de descanso!

El viajero preguntó:

—¿No está aquí la oficina de correos?

—Sí, señor.

La dueña lo llevó a la oficina; él enseñó el pasaporte y pidió información acerca de si podría volver esa misma noche a Montreuil-sur-Mer en la silla de posta; precisamente estaba vacante el asiento contiguo al del correo; lo reservó y lo pagó.

—Caballero —dijo el empleado de la oficina—, no deje de estar aquí a la una en punto de la mañana, que es la hora de salida.

Tras dejar aquello zanjado, salió del hotel y echó a andar por la ciudad.

No conocía Arras, las calles estaban oscuras e iba al azar. No obstante, parecía tener empeño en no preguntar a los viandantes. Cruzó el Crinchon, un río pequeño, y se vio en un dédalo de callejuelas estrechas donde se perdió. Pasaba por allí un vecino con un farol. Tras pensárselo un poco, tomó la decisión de preguntarle a ese vecino, no sin haber mirado primero hacia adelante y hacia detrás, como si temiera que alguien oyera la pregunta que iba a hacer.

—Caballero —dijo—, ¿el Palacio de Justicia, por favor?

—¿No es usted de aquí, caballero? —respondió el vecino, que era un hombre de bastante edad—. Pues venga conmigo. Precisamente voy a la zona del Palacio de Justicia, es decir, por la zona del edificio de la prefectura, porque ahora mismo el palacio está en obras y, de forma provisional, se celebran las audiencias de los tribunales en la prefectura.

—¿Actúa allí el tribunal de lo criminal?

—Desde luego, caballero. Mire, lo que es ahora la prefectura fue el obispado antes de la Revolución. Monseñor Conzié, que era el obispo en 1782, mandó construir una sala grande. Y en esa sala se celebran los juicios.

De camino, el vecino le comentó:

—Si lo que pretende el señor es asistir a un juicio, es un poco tarde. Normalmente, las sesiones concluyen a las seis.

Llegaron en éstas a la plaza mayor y el vecino le indicó cuatro ventanas altas encendidas en la fachada de un amplio edificio a oscuras.

—Pues debo decir, caballero, que llega usted a tiempo, ha tenido suerte. ¿Ve esas cuatro ventanas? Es el tribunal de lo criminal. Hay luz. Así que no han terminado. El caso se habrá alargado y estarán celebrando una audiencia nocturna. ¿Le interesa ese caso? ¿Es un juicio criminal? ¿Es usted testigo?

El viajero respondió:

—No vengo por ningún caso. Sólo tengo que hablar con un abogado.

—Eso es diferente —dijo el vecino—. Mire, señor, ésa es la puerta. Donde está el plantón. Basta con que suba por la escalinata.