Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro Segundo

La caída

Cap XI : Lo que hace.

Jean Valjean escuchó. Ningún ruido.

Empujó la puerta.

La empujó con la punta del dedo, levemente, con esa suavidad furtiva e inquieta de un gato que quiere entrar.

La puerta cedió a esa presión y se movió de una forma imperceptible y callada que agrandó un tanto la rendija.

Esperó un momento, luego empujó la puerta otra vez, con mayor atrevimiento.

Siguió cediendo en silencio. La abertura era ahora suficientemente grande para permitirle el paso. Pero había cerca de la puerta una mesita que formaba con ella un ángulo molesto y tapaba la entrada.

Jean Valjean se percató de esa dificultad. La abertura tenía que ser mayor, no quedaba más remedio.

Se decidió y empujó la puerta por tercera vez con más energía que las dos anteriores. En esta ocasión, una bisagra mal engrasada soltó de pronto en la oscuridad un grito ronco y prolongado.

Jean Valjean se sobresaltó. El ruido de aquella bisagra le sonó en los oídos como algo tan estridente y tremendo como la trompeta del juicio final.

En las exageraciones fantásticas del primer minuto, llegó casi a imaginarse que aquella bisagra acababa de cobrar vida, una vida terrible, y ladraba como un perro para avisar a todo el mundo y despertar a quienes estuvieran durmiendo.

Se detuvo, trémulo, espantado; iba de puntillas, bajó de golpe los pies y apoyó los talones. Oyó cómo le palpitaban las arterias en las sienes como dos martillos de herrero y le dio la impresión de que le salía el aliento del pecho con el ruido del viento que sale de una cueva. Le parecía imposible que el tremendo clamor de aquella bisagra airada no hubiera inmutado a todos los de la casa igual que la sacudida de un terremoto; había empujado la puerta y ésta se había alarmado y había llamado; el anciano iba a levantarse, las dos ancianas chillarían, acudiría gente a socorrerlas; antes de un cuarto de hora, la ciudad estaría sobre aviso, y los gendarmes, alertados. Por un momento se creyó perdido.

Se quedó en el sitio, petrificado como la estatua de sal, sin atreverse a hacer ni un movimiento.

Pasaron unos minutos. La puerta se había abierto de par en par. Se arriesgó a echarle una ojeada a la habitación. Nada se había movido. Prestó oído. Nada rebullía en la casa. El ruido de la bisagra no había despertado a nadie.

Había pasado el primer peligro, pero aún le quedaba por dentro un horrible tumulto. Sin embargo, no retrocedió. Ni siquiera al creerse perdido había retrocedido. No pensó ya más que en acabar cuanto antes. Dio un paso adelante y entró en la habitación.