Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

CUARTA PARTE

CAP V (A)

Cuando al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikoff se presentó en casa del juez de instrucción, se asombró de haber tenido que hacer antesala tanto tiempo. Según sus presunciones, debiera habérsele recibido en seguida; sin embargo, pasaron diez minutos antes de ver a Porfirio Petrovitch. En la sala de entrada, en que esperó primero, varias personas iban y venían sin parecer que reparasen en él. En la habitación siguiente, que se asemejaba a una Cancillería, trabajaban algunos escribientes y saltaba a la vista que ninguno de ellos sospechaba en lo más mínimo lo que pudiera ser Raskolnikoff.

El joven miró en su derredor con desconfianza. ¿Habría allí algún esbirro, algún Argos misterioso encargado de vigilarle, y en el caso oportuno impedir su fuga? Nada de esto descubría; los escribientes estaban todos ocupados en sus tareas y los otros no hacían el menor caso de él. El visitante se iba tranquilizando.

—Si, en efecto, aquel misterioso personaje de ayer, aquel espectro salido de debajo de la tierra, lo supiese todo y lo hubiese visto todo, ¿me dejarían tanto tiempo libre? ¿No me hubieran detenido ya, en vez de esperar que viniese aquí por mi propia voluntad? Siendo esto así, o ese hombre no ha hecho ninguna revelación contra mí, o… sencillamente no sabe nada y no ha visto nada… Y, en rigor, ¿cómo hubiera podido ver? Por consiguiente, he debido estar alucinado, y lo que ayer me ocurrió no fué más que una ilusión de mi imaginación enferma.

Cada vez encontraba más verosímil esta explicación, que ya el día antes se le había ocurrido cuando más inquieto estaba.

Reflexionando en todo esto y preparándose para una nueva lucha, Raskolnikoff advirtió de repente que estaba temblando y hasta se indignó ante el pensamiento de que lo que le hacía temblar era el miedo de una entrevista con el odioso Porfirio Petrovitch. Lo más terrible para él era encontrarse de nuevo en presencia de aquel hombre; le odiaba terriblemente y hasta temía venderse a causa de aquel odio. Se apresuró a entrar con aire frío y tranquilo, y se prometió hablar lo menos posible, estar siempre alerta y dominar, en fin, a toda costa, su temperamento irascible. Pensando en tales cosas, fué introducido en el despacho de Porfirio Petrovitch.

Encontrábase éste solo en su gabinete. Esta habitación, de no muchas dimensiones, contenía una gran mesa colocada frente a un diván forrado de hule, un escritorio, un armario colocado en un rincón y varias sillas; todo este mobiliario, suministrado por el Estado, era de madera amarilla. En la pared del fondo había una puerta cerrada, lo que hacía suponer que había otras habitaciones detrás del tabique.

En cuanto Porfirio Petrovitch vió que Raskolnikoff entraba en su gabinete, fué a cerrar la puerta por la cual acababa de entrar el joven, y ambos quedaron frente a frente. El juez de instrucción dispensó a su visitante una acogida en la apariencia por extremo risueña y afable. Al cabo de algunos minutos advirtió Raskolnikoff ciertos movimientos que revelaban ligera contrariedad en el magistrado; parecía que acababa de interrumpírsele en alguna ocupación clandestina.

—¡Ah, respetabilísimo! Ya está usted aquí… en nuestros dominios—comenzó a decir Porfirio Petrovitch tendiéndole ambas manos—. Vamos, siéntese usted, batuchka. Pero quizá no le guste a usted que se le llame respetabilísimo y al mismo tiempo batuchka, tout court. No lo tome usted a mal; no es una familiaridad excesiva… Siéntese… aquí, en el diván.

Raskolnikoff se sentó, sin apartar los ojos del juez de instrucción.

«Estas palabras «en nuestros dominios», estas excusas por su familiaridad, la expresión francesa tout court… ¿qué quiere decir todo esto?…