Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEGUNDA PARTE

CAP VII (B)

Todos se apartaron. La confesión duró muy poco tiempo. Marmeladoff no se hallaba en estado de discurrir. Sólo podía lanzar sonidos entrecortados e ininteligibles. Catalina Ivanovna fué a arrodillarse en el rincón inmediato a la chimenea, e hizo que se arrodillasen delante de ella los dos niños. Lidotshka no hacía más que temblar. El pequeñuelo, de rodillas, imitaba los grandes signos de cruz que hacía su madre y se prosternaba dando en el suelo con la frente, lo que parecía divertirle. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Rezaba arreglando al mismo tiempo la camisa del pequeñuelo, sin interrumpir su oración, y sin levantarse consiguió sacar de la cómoda un pañuelo del cuello que echó sobre los hombros desnudos de la niña. En tanto la puerta de comunicación había sido abierta de nuevo por los curiosos vecinos. En el descansillo había también aumentado el grupo de espectadores. Se encontraban en él todos los inquilinos de los diversos pisos; pero sin franquear el umbral de la estancia. Toda esta escena estaba alumbrada por un cabo de vela.

En aquel momento, Polenka, que había ido a buscar a su hermana, atravesó vivamente el grupo formado en el corredor y entró, pudiendo apenas respirar a causa de lo que había ocurrido. Después de quitarse el pañuelo, buscó con los ojos a su madre, y acercándose a ella le dijo:

—Ahí viene; la he encontrado por la calle.

Catalina Ivanovna la hizo arrodillarse a su lado. Sonia se abrió paso tímidamente, y sin ruido, por en medio de la gente. En aquella habitación, que era la imagen de la miseria, de la desesperación y de la muerte, su entrada repentina produjo extraño efecto. Aunque muy pobremente vestida, iba muy ataviada con ese aire llamativo que distingue a las pobres mujerzuelas del arroyo. Al llegar a la entrada del aposento, la joven se detuvo en el umbral y echó al interior una mirada de asombro. Parecía que no tenía conciencia de nada; no se cuidaba de su falda de seda, comprada de lance, cuyo color chillón y cuya cola desmesuradamente larga eran muy impropias de aquel lugar lo mismo que su inmenso miriñaque que ocupaba toda la anchura de la puerta, sus botas provocadoras, la sombrilla que tenía en la mano, aunque no tuviese necesidad de ella, y, en fin, su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma brillantemente roja.

Bajo aquel sombrero picarescamente ladeado, se veía una carita enfermiza, pálida y asustada con la boca abierta e inmóviles de terror los ojos. Sonia tenía diez y ocho años, era rubia, bajita y delgada, pero bastante linda. Llamaban la atención sus ojos claros. Tenía la mirada fija en el lecho y en el sacerdote. Como Polenka, estaba sofocada por lo de prisa que había venido. Por último, algunas pa[98]labras, murmuradas por la gente, llegaron sin duda a sus oídos. Bajando la cabeza franqueó el umbral y penetró en la sala, pero se quedó cerca de la puerta.

Cuando el moribundo hubo recibido los Santos Sacramentos, su mujer se acercó a él. Antes de retirarse, el sacerdote creyó de su deber dirigir algunas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.

—¡Qué va a ser de ellos!—interrumpió la mujer con amargura mostrando sus hijos.

—Dios es misericordioso; confíe usted en el socorro del Altísimo—replicó el eclesiástico.

—¡Misericordioso, sí; pero no para nosotros!

—Eso es un pecado, señora, un pecado—observó el sacerdote moviendo la cabeza.

—¿Y esto no es un pecado?—replicó vivamente Catalina Ivanovna mostrando al moribundo.

—Los que le han privado involuntariamente de su sostén le ofrecerán quizá una indemnización para reparar al menos el perjuicio material.

—Usted no me comprende—replicó con tono irritado Catalina Ivanovna—…