La Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO TRIGESIMOPRIMERO

OH tú, que estás a la otra parte del sagrado río!—Empezó de nuevo a decir, continuando sin demora, y dirigiéndome de punta sus palabras, que aun de filo me habían parecido tan acerbas—; di, di si esto es verdad—; a tal acusación es preciso que tu confesión corresponda.

Estaba yo tan confuso, que mi voz conmovida se extinguió antes de salir de sus órganos. Ella esperó un momento, y después dijo:

—¿En qué piensas? Respóndeme, pues todavía las aguas del Leteo no han borrado tus tristes recuerdos.

La confusión y el miedo reunidos me arrancaron de la boca un «sí» tan débil, que fué menester el auxilio de la vista para entenderlo. Así como se rompe una ballesta por estar demasiado tirantes la cuerda y el arco, de modo que la flecha da con menos fuerza en el blanco, así yo, quebrantado bajo el peso de tan grave cargo, prorrumpí en lágrimas y suspiros, y la voz enflaquecida vino a expirar entre mis labios. Entonces Ella me dijo:

—En medio de los saludables deseos procedentes de mí, que te impulsaban a amar el bien, más allá del cual no hay nada a que aspirar, ¿qué fosos insuperables o qué cadenas has encontrado para perder de tal modo la esperanza de pasar adelante? ¿Y qué ventajas o atractivos descubriste en el aspecto de los otros bienes, para que debieras rondar en torno de ellos?

Después de haber exhalado un amargo suspiro, apenas tuve bastante voz para responder; voz que mis labios formaron con trabajo. Llorando dije:

—Las cosas presentes con sus falsos placeres desviaron mis pasos, apenas se me ocultó vuestro rostro.

Ella me respondió:

—Aunque callases o negases lo mismo que ahora confiesas, no por eso tu falta sería menos conocida: ¡tal es el Juez que la sabe! Pero cuando la confesión del pecado sale de la propia boca del pecador, la rueda se vuelve en nuestro tribunal contra el filo de la espada. Sin embargo, para que más te aproveche la vergüenza de tu error, y para que otra vez seas más fuerte al oír las sirenas, depón la causa de tu llanto y escucha: de este modo sabrás que mi carne sepultada debía encaminarte en una dirección totalmente contraria. El arte o la naturaleza no te presentaron jamás una cosa tan agradable como los bellos miembros en que estuve contenida, miembros que ahora son polvo de la tierra. Y si el sumo placer de verme te faltó por mi muerte, ¿qué cosa mortal debía excitar después tus deseos? A la primera herida que te causaron las cosas falaces del mundo, debiste elevar tus ojos al cielo, siguiéndome a mí, que no era ya como ellas. No debían abatirse tus alas para esperar allí nuevos golpes, o bien alguna doncellita u otra cualquiera vanidad de tan corta duración. El tierno pajarillo cae en dos o tres asechanzas; pero ante los ojos de los ya cubiertos de pluma en vano se despliegan las redes, en vano se lanzan flechas.

Yo estaba como los niños que, mudos de vergüenza y con los ojos fijos en el suelo, escuchan en pie, reconociendo sus faltas, y arrepentidos. Ella continuó:

—Ya que te muestras tan contrito por lo que has oído, alza la barba, y sentirás más dolor mirándome.

Con menos resistencia se desarraiga la robusta encina, bien al embate de los vientos boreales, o bien al de aquel que viene del país de Jarba, de la que, al oír su orden, opuse yo para levantar la cabeza; y cuando dió el nombre de barba a mi rostro, bien conocí el veneno que encerraban sus palabras…