Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro octavo

Va cayendo el crepúscu

Cap I : La sala de abajo.

Al día siguiente, al caer la tarde, llamaba Jean Valjean a la puerta cochera de la casa de los Gillenormand. Lo recibió Basque. Estaba Basque en el patio muy a punto y como si le hubieran dado órdenes. Acontece que hay ocasiones en que se le dice a un criado: Esté pendiente de cuándo llega el señor mengano.

Basque, sin esperar a que Jean Valjean le hablase, le dijo:

—El señor barón me ha encargado que le pregunte si el señor quiere subir o quedarse abajo.

—Quedarme abajo —contestó Jean Valjean.

Basque, respetuosísimo por lo demás, abrió la puerta de la sala de abajo y dijo: «Voy a avisar a la señora».

El recinto donde entró Jean Valjean era una planta baja abovedada y húmeda que usaban a veces de bodega y despensa; daba a la calle, el suelo era de baldosines rojos y le entraba poca luz por una ventana con barrotes de hierro.

No era esa habitación de las que tienen atosigados los zorros, los escobones y las escobas. Nadie se metía con el polvo. No se organizaban persecuciones de arañas. Una telaraña de buen tamaño y bien tensa, muy negra, con adornos de moscas muertas, formaba en la ventana una rueda de pavo real. La sala, pequeña y de techo bajo, la amueblaba un montón de botellas vacías, apiladas en un rincón. La pared, enlucida en un tono ocre amarillento, tenía grandes trechos descascarillados. Había una chimenea de madera pintada de negro y con una repisa estrecha. Estaba encendida, lo cual indicaba que ya contaban con la respuesta de Jean Valjean: Quedarme abajo.

A ambos lados de la chimenea había dos sillones. Entre los dos habían colocado, a modo de alfombra, una alfombrilla vieja de las que se ponen a los pies de la cama, que enseñaba más trama que lana.

La iluminación de la habitación consistía en el fuego de la chimenea y el crepúsculo de la ventana.

Jean Valjean estaba cansado. Llevaba varios días sin comer ni dormir. Se desplomó en uno de los sillones.

Volvió Basque, dejó encima de la chimenea una vela encendida y se retiró. Jean Valjean, con la cabeza caída y la barbilla pegada al pecho, no vio ni a Basque ni la vela.

De pronto, se enderezó como sobresaltado. Cosette estaba detrás de él.

No la había visto entrar, pero había notado que entraba.

Se dio la vuelta. La contempló. Estaba adorablemente hermosa. Pero lo que él miraba, con aquella mirada honda, no era la hermosura, era el alma.

—Vaya, padre —exclamó Cosette—, sabía que era usted una persona peculiar, pero esto no me lo habría esperado nunca. ¡Vaya una idea! Me dice Marius que es usted quien quiere que lo reciba aquí.

—Sí, soy yo.

—Ya me esperaba esa respuesta. Bien. Tengo que advertirle de que lo voy a reñir. Empecemos por el principio. Padre, deme un beso.

Y le acercó la mejilla.

Jean Valjean se quedó quieto.

—Tomo nota de que no se mueve. Actitud culpable. Pero da igual. Lo perdono. Jesucristo dijo: Poned la otra mejilla. Aquí está.

Y le acercó la otra mejilla.