Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro séptimo
Las heces del cáliz
Cap I : El séptimo círculo y el octavo cielo.
La mañana siguiente a una boda es solitaria. La gente respeta el recogimiento de las personas felices. Y también, en cierto modo, respeta que duerman algo más. El barullo de las visitas y de las enhorabuenas no comienza hasta más tarde. La mañana del 17 de febrero eran algo más de las doce del mediodía cuando Basque, con el paño y el plumero debajo del brazo, ocupado en «hacer el recibidor», oyó un golpe flojo en la puerta. No habían tocado la campanilla, discreción de agradecer en un día así. Basque abrió y vio al señor Fauchelevent. Lo hizo pasar al salón, aún empantanado y revuelto y que parecía el campo de batalla de los regocijos de la víspera.
—Caramba, señor, es que nos hemos despertado tarde —comentó Basque.
—¿Está levantado el señor? —preguntó Jean Valjean.
—¿Qué tal el brazo, señor? —contestó Basque.
—Mejor. ¿Está levantado el señor?
—¿Cuál? ¿El viejo o el nuevo?
—El señor Pontmercy.
—¿El señor barón? —dijo Basque poniéndose firme.
Uno es barón sobre todo para sus criados. Algo les toca; tienen eso que un filósofo llamaría la salpicadura del título, y se sienten halagados. Marius, digámoslo de paso, republicano militante, como bien había demostrado, era ahora barón a pesar suyo. Había ocurrido en la familia, en lo referido a ese título, una revolución en pequeño. Ahora era el señor Gillenormand el que tenía empeño en que lo usara y Marius lo veía con desapego. Pero el coronel Pontmercy había dejado escrito: Mi hijo llevará mi título. Marius obedecía. Y, además, Cosette, en quien empezaba a apuntar la mujer, estaba encantada de ser baronesa.
—¿El señor barón? —repitió Basque—. Voy a ver. Voy a decirle que está aquí el señor Fauchelevent.
—No. No le diga que soy yo. Dígale que alguien quiere hablar con él en privado y no le dé ningún nombre.
—¡Ah! —dijo Basque.
—Quiero darle una sorpresa.
—¡Ah! —repitió Basque, dándose a sí mismo el segundo ¡ah! como explicación del primero.
Y salió.
Jean Valjean se quedó solo.
El salón, como acabamos de decir, estaba en completo desorden. Daba la impresión de que, aguzando el oído, habría podido oírse el inconcreto rumor de la boda. Había en el suelo toda clase de flores caídas de las guirnaldas y de los peinados. Las velas, que habían ardido hasta el cabo, añadían al cristal de las arañas estalactitas de cera. No había ni un mueble en su sitio. En los rincones, tres y cuatro sillones, arrimados unos a otros y haciendo corro, parecían proseguir una charla. El conjunto era risueño. Queda aún cierto encanto en una fiesta muerta. Ha sido un suceso feliz. En ese maremágnum de sillas, entre esas flores que se marchitan, bajo esas luces apagadas, los pensamientos han sido alegres. El sol tomaba el relevo de las arañas y entraba alegremente en el salón.