Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO DECIMO

CUANDO hubimos traspasado el umbral de la puerta que se abre pocas veces, porque la mala inclinación de las pasiones lo impide, haciendo aparecer recta la vía tortuosa, conocí por el ruido que acababa de cerrarse; y si yo hubiese vuelto mis ojos hacia ella, ¿qué excusa hubiera sido digna de tal falta? Subíamos por la hendedura de una roca, la cual ondulaba tortuosamente, semejante a la ola que va y viene.

—Aquí—dijo mi Guía—, es preciso que tengamos alguna precaución, acercándonos, ya por un lado, o por otro, a las ondulaciones de esta hendedura.

Y este cuidado hizo tan lentos nuestros pasos, que la Luna llegó a su lecho para acurrucarse, antes que nosotros saliésemos de aquel angosto camino. Mas cuando estuvimos arriba, libres y al descubierto, en el paraje donde se interna el monte, nos encontramos, yo fatigado, y ambos inciertos de la dirección que debíamos seguir, en un rellano más solitario que sendero a través del desierto. Desde el borde exterior hasta el pie del alto tajo que se alza en la parte interior, aquel rellano sólo tendría de anchura tres veces un cuerpo humano; y hasta donde mis ojos alcanzaban, tanto por la izquierda como por la derecha, parecíame siempre igual esta especie de cornisa. Aún no habíamos dado un paso por aquella vía, cuando observé que el tajo interior y escueto, por el cual no se podía subir, era de mármol blanco, y adornado de tan preciosas entalladuras, que no ya Policleto, sino la Naturaleza en presencia de ellas habría sido superada y vencida. El ángel que bajó a la Tierra con el decreto de la paz por tantos años suspirada, y abrió las puertas del cielo después de su prolongada clausura, se ofreció a nuestra vista con tanta verdad, y en tan dulce actitud esculpido, que no parecía una figura silenciosa. Hubiérase jurado que hablaba diciendo: «Ave;» porque también estaba allí representada la que dió vuelta a la llave para abrir al Amor supremo. En su actitud se veían impresas estas palabras: «Ecce ancilla Dei,» tan propiamente como aparece una figura sellada en la cera.

—No fijes tu atención en un solo punto—me dijo el querido Maestro—, que me tenía cerca de sí en el lado que los hombres tienen el corazón.

Volví el rostro, y hacia la parte donde se encontraba el que movía mis pasos, vi después de María otra historia esculpida en la roca; y para examinarla mejor, pasé al otro lado de Virgilio, y me aproximé a ella. Estaban tallados en el mismo mármol el carro y los bueyes conduciendo el Arca santa, por la cual es temible desempeñar un cargo que Dios no ha confiado. Delante de ella veíase alguna gente, dividida en siete coros, que a dos de mis sentidos hacía decir: a uno, «sí canta,» y a otro, «no canta.» En igual discordancia ponía a mi vista y a mi olfato el humo del incienso que estaba allí representado. El humilde Salmista, danzando y saltando, precedía al vaso bendito; y en aquella ocasión era más y menos que rey. Desde lo alto de un gran palacio que había enfrente, Micol lo contemplaba como mujer despechada y mohina. Moví mis pies más allá del sitio en que me encontraba, para examinar de cerca otra historia que resaltaba después de Micol. Allí estaba escrita en piedra la alta gloria del príncipe romano, cuya insigne virtud movió a Gregorio para alcanzar su gran victoria: hablo del emperador Trajano. Asida al freno de su caballo se veía a una viuda, penetrada de dolor y deshecha en lágrimas: en torno suyo aparecía una considerable multitud de caballeros, sobre cuyas cabezas se movían al viento las águilas de oro.