Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro decimoquinto

La calle de L’Homme-Armé

Cap I : Un vade que se va de la lengua.

¿Qué son las convulsiones de una ciudad comparadas con los levantamientos del alma? El hombre es de mayor hondura aún que el pueblo. Jean Valjean, en ese preciso momento, era presa de una espantosa sublevación. Habían vuelto a abrirse en él todos los abismos. Él también se estremecía, igual que París, en los umbrales de una revolución formidable y oscura. Había bastado con unas pocas horas. De repente las sombras le habían tapado el destino y la conciencia. De él también podía decirse, igual que de París: están frente a frente los dos principios. El ángel blanco y el ángel negro van a luchar a brazo partido en el puente que cruza el abismo. ¿Cuál de los dos tirará al otro? ¿Quién ganará?

La víspera de ese día, el 5 de junio, Jean Valjean, junto con Cosette y Toussaint, se había trasladado a la calle de L’Homme-Armé. Allí le esperaba una peripecia.

Cosette no se había ido de la calle de Plumet sin amagar cierta resistencia. Por primera vez desde que compartían la existencia, Cosette y Jean Valjean habían tenido voluntades diferentes, que habían chocado o, al menos, se habían opuesto. Hubo objeción por una parte e inflexibilidad por otra. Ese consejo brusco: múdese, que le había espetado un desconocido, había alarmado tanto a Jean Valjean que lo volvió tajante. Pensaba que habían encontrado su rastro y que lo perseguían. Cosette tuvo que ceder.

Llegaron los dos a la calle de L’Homme-Armé sin despegar los labios ni cruzar palabra, ambos absortos en sus respectivas preocupaciones personales; Jean Valjean tan intranquilo que no veía la tristeza de Cosette; Cosette tan triste que no veía la intranquilidad de Jean Valjean.

Jean Valjean había llevado consigo a Toussaint, cosa que no había hecho nunca en sus ausencias anteriores. Tenía el pálpito de que no iba a volver quizá a la calle de Plumet y no podía ni dejar atrás a Toussaint ni revelarle su secreto. Por lo demás, notaba que era fiel y de fiar. Entre criado y amo, la traición empieza con la curiosidad. Ahora bien, Toussaint, como si hubiese estado predestinada a servir a Jean Valjean, no era curiosa. Decía, tartamudeando, con su hablar campesino de Barneville: «Una es tal cual y atiende a lo que atiende; lo demás, allá penas». (Soy como soy, hago el trabajo que tengo que hacer y el resto no es cosa mía.)

Al irse de la calle de Plumet, de donde salieron casi como si fueran huyendo, Jean Valjean no se llevó nada más que la maletita de los sahumerios que Cosette llamaba la inseparable. Unos baúles llenos habrían requerido unos mozos; y unos mozos son unos testigos. Llamaron a un coche de punto para que los recogiera en la puerta de la calle de Babylone y se marcharon.

A Toussaint le costó que le dieran permiso para empaquetar algo de ropa blanca, ropa de vestir y unos cuantos objetos de aseo. Cosette se llevó sólo la caja de papel de cartas y el vade.

Jean Valjean, para desaparecer con mayor soledad y oscuridad, se las arregló para no salir del hotelito de la calle de Plumet hasta que empezó a caer la tarde, lo que le dejó margen a Cosette para escribir a Marius. Llegaron a la calle de L’Homme-Armé cuando ya era noche cerrada.