Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro decimocuarto

Las grandezas de la desesperación

Cap V : Acaban los versos de Jean Prouvaire.

Todos rodearon a Marius. Courfeyrac se le echó en los brazos.

—¡Estás aquí!

—¡Qué alegría! —dijo Combeferre.

—¡Qué a punto has llegado! —dijo Bossuet.

—De no ser por ti, estaría muerto —siguió diciendo Courfeyrac.

—De no ser por usted, me habrían dado para el pelo —añadió Gavroche.

Marius preguntó:

—¿Dónde está el jefe?

—Eres tú —dijo Enjolras.

Marius había tenido todo el día una hoguera en el cerebro; ahora era un torbellino. Le parecía que ese torbellino que llevaba dentro estaba fuera y lo arrastraba. Le daba la impresión de que estaba ya a una distancia inmensa de la vida. Los dos meses luminosos de júbilo y amor que había tenido desembocaban de pronto en ese abismo espantoso: la pérdida de Cosette, aquella barricada, el señor Mabeuf eligiendo la muerte en defensa de la República y él convertido en jefe de los insurrectos; todas esas cosas le parecían una pesadilla monstruosa. Tenía que hacer un esfuerzo mental para acordarse de que cuanto lo rodeaba era real. Marius había vivido aún demasiado poco para saber que nada es más inminente que lo imposible y que lo que hay que tener siempre previsto es lo imprevisto. Presenciaba su propio drama como una obra de teatro que no entendiera.

En esa bruma por la que pasaban las ideas, no reconoció a Javert, quien, atado al poste, no había movido ni la cabeza durante el ataque a la barricada y miraba bullir la revuelta en torno con la resignación de un mártir y la majestad de un juez. Marius ni se fijó en él.

En tanto, los asaltantes ya no se movían; se los oía andar y pulular al final de la calle, pero no se aventuraban a meterse en ella, bien porque estuvieran esperando órdenes, bien porque esperasen refuerzos antes de correr otra vez hacia aquel reducto inexpugnable. Los insurrectos apostaron centinelas, y unos cuantos, que eran estudiantes de medicina, empezaron a curar a los heridos.

Habían sacado las mesas de la taberna, con la excepción de dos mesas reservadas para las hilas y los cartuchos y de la mesa donde yacía Mabeuf; las añadieron a la barricada y las sustituyeron, en la sala de abajo, por los colchones de las camas de la viuda de Hucheloup y de las criadas. En esos colchones pusieron a los heridos. En cuanto a las tres infelices que vivían en Corinthe, nadie sabía qué había sido de ellas. Acabaron por encontrarlas escondidas en el sótano.