Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO TRIGESIMOTERCIO

AQUEL pecador apartó su boca de tan horrible alimento, limpiándosela en los pelos de la cabeza cuya parte posterior acababa de roer; y luego empezó a hablar de esta manera:

—Tú quieres que renueve el desesperado dolor que oprime mi corazón, sólo al pensar en él, y aun antes de hablar. Pero si mis palabras deben ser un germen de infamia para el traidor a quien devoro, me verás llorar y hablar a un mismo tiempo. No sé quién eres, ni de qué medios te has valido para llegar hasta aquí; pero al oírte, me pareces efectivamente florentino. Has de saber que yo fuí el conde Ugolino, y éste el arzobispo Ruggieri: ahora te diré por qué lo trato así. No es necesario manifestarte que por efecto de sus malos pensamientos, y fiándome de él, fuí preso y muerto después. Pero te contaré lo que no puedes haber sabido; esto es, lo cruel que fué mi muerte, y comprenderás cuánto me ha ofendido. Un pequeño agujero abierto en la torre, que por mi mal se llama hoy del Hambre, y en la que todavía serán encerrados otros, me había permitido ver por su hendedura ya muchas lunas, cuando tuve el mal sueño que descorrió para mí el velo del porvenir. Ruggieri se me aparecía como señor y caudillo, cazando el lobo y los lobeznos en el monte que impide a los pisanos ver la ciudad de Luca. Se había hecho preceder de los Gualandi, de los Sismondi y los Lanfranchi, que iban a la cabeza con perros hambrientos, diligentes y amaestrados. El padre y sus hijuelos me parecieron rendidos después de una corta carrera, y creí ver que aquéllos les desgarraban los costados con sus agudas presas. Cuando desperté antes de la aurora, oí llorar entre sueños a mis hijos, que estaban conmigo, y pedían pan. Bien cruel eres, si no te contristas pensando en lo que aquello anunciaba a mi corazón; y si ahora no lloras, no sé lo que puede excitar tus lágrimas. Estábamos ya despiertos, y se acercaba la hora en que solían traernos nuestro alimento; pero todos dudábamos, porque cada cual había tenido un sueño semejante. Oí que clavaban la puerta de la horrible torre, por lo cual miré al rostro de mis hijos sin decir palabra: yo no podía llorar, porque el dolor me tenía como petrificado: lloraban ellos, y mi Anselmito dijo: «¿Qué tienes, padre, que así nos miras?» Sin embargo, no lloré ni respondí una palabra en todo aquel día, ni en la noche siguiente, hasta que el otro Sol alumbró el mundo. Cuando entró en la dolorosa prisión uno de sus débiles rayos, y consideré en aquellos cuatro rostros el aspecto que debía tener el mío, empecé a morderme las manos desesperado; y ellos, creyendo que yo lo hacía obligado por el hambre, se levantaron con presteza y dijeron: «Padre, nuestro dolor será mucho menor, si nos comes a nosotros: tú nos diste estas miserables carnes; despójanos, pues, de ellas.» Entonces me calmé para no entristecerlos más; y aquel día y el siguiente permanecimos mudos. ¡Ay, dura tierra! ¿Por qué no te abriste? Cuando llegamos al cuarto día, Gaddo se tendió a mis pies, diciendo: «Padre mío, ¿por qué no me auxilias?» Allí murió; y lo mismo que me estás viendo, vi yo caer los tres, uno a uno, entre el quinto y el sexto día. Ciego ya, fuí a tientas buscando a cada cual, llamándolos durante tres días después de estar muertos; hasta que, al fin, pudo en mí más la inedia que el dolor.

Cuando hubo pronunciado estas palabras, torciendo los ojos, volvió a coger el miserable cráneo con los dientes, que royeron el hueso como los de un perro. ¡Ah, Pisa, vituperio de las gentes del hermoso país donde el «si» suena! Ya que tus vecinos son tan morosos en castigarte, muévanse la Capraja y la Gorgona, y formen un dique a la embocadura del Arno, para que sepulte en sus aguas a todos tus habitantes; pues si el conde Ugolino fué acusado de haber vendido tus castillos, no debiste someter a sus hijos a tal suplicio. Su tierna edad patentizaba, ¡oh nueva Tebas!, la inocencia de Ugucción y del Brigata, …