Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO TRIGESIMOPRIMERO

A misma lengua que antes me hirió, tiñendo de rubor mis mejillas, me aplicó en seguida el remedio: Así he oído contar que la lanza de Aquiles y de su padre solía ocasionar primero un disfavor, y luego un buen regalo. Volvimos la espalda a aquel desventurado valle, andando, sin decir una palabra, por encima del margen que lo rodea. Allí no era de día ni de noche, de modo que mi vista alcanzaba poco delante de mí: pero oí resonar una gran trompa, tan fuertemente, que habría impuesto silencio a cualquier trueno; por lo cual mis ojos, siguiendo la dirección que aquel ruido traía, se fijaron totalmente en un solo punto. No hizo sonar tan terriblemente su trompa Orlando, después de la dolorosa derrota en que Carlo Magno perdió el fruto de su santa empresa. A poco de haber vuelto hacia aquel lado la cabeza, me pareció ver muchas torres elevadas, por lo que dije:

—Maestro, ¿qué tierra es ésta?

Me respondió:

—Como miras a lo lejos a través de las tinieblas, te equivocas en lo que te imaginas. Ya verás, cuando hayas llegado allí, cuánto engaña a la vista la distancia: así pues, aprieta el paso.

Después me cogió afectuosamente de la mano, y me dijo:

—Antes que pasemos más adelante, y a fin de que el caso no te cause tanta extrañeza, sabe que eso no son torres, sino gigantes; todos los cuales están metidos hasta el ombligo en el pozo alrededor de sus muros.

Así como la vista, cuando se disipa la niebla, reconoce poco a poco las cosas ocultas por el vapor en que estaba envuelto el aire, de igual modo, y a medida que la mía atravesaba aquella atmósfera densa y obscura, conforme nos íbamos acercando hacia el borde del pozo, mi error se disipaba y crecía mi miedo. Lo mismo que Montereggione corona de torres su recinto amurallado, así, por el borde que rodea el pozo, se elevaban como torres y hasta la mitad del cuerpo los horribles gigantes, a quienes amenaza todavía Júpiter desde el cielo, cuando truena. Yo podía distinguir ya el rostro, los hombros y el pecho de uno de ellos, y gran parte de su vientre, y sus dos brazos a lo largo de los costados. En verdad que hizo bien la Naturaleza cuando abandonó el arte de crear semejantes animales, para quitar pronto a Marte tales ejecutores; y si ella no se arrepiente de producir elefantes y ballenas, quien lo repare sutilmente, verá en esto mismo su justicia y su discreción; porque donde la fuerza del ingenio se une a la malevolencia y al vigor, no hay resistencia posible para los hombres.

Su cabeza me parecía tan larga y gruesa como la piña de San Pedro en Roma[39], guardando la misma proporción los demás huesos; de suerte que, aun cuando el ribazo le ocultaba de medio cuerpo abajo, se veía lo bastante para que tres frisones no hubieran podido alabarse de alcanzar a su cabellera; porque yo calculaba que tendría treinta grandes palmos desde el borde del pozo hasta el sitio donde el hombre se abrocha la capa.

«Raphel mai amech isabi almi»[40], empezó a gritar la fiera boca, en la cual no estarían bien otras voces más suaves; y mi Guía le dijo:

—Alma insensata, sigue entreteniéndote con la trompa, y desahógate con ella, cuando te agite la cólera u otra pasión. Busca por tu cuello y encontrarás la soga que la sujeta, ¡oh alma turbada!; mírala cómo ciñe tu enorme pecho.

Después me dijo:

El mismo se acusa: ese es Nemrod, por cuyo audaz pensamiento se ve obligado el mundo a usar más de una lengua. Dejémosle estar, y no lancemos nuestras palabras al viento; pues ni él comprende el lenguaje de los demás, ni nadie conoce el suyo.