Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap VIII : El rayo de luz en el tugurio.

La hija mayor se acercó y le puso la mano al padre encima de la suya.

—Mira qué frío tengo —dijo.

—¡Bah! —contestó el padre—. Tengo yo mucho más frío.

La madre gritó impetuosamente:

—¡Tú siempre lo tienes todo mejor que los demás!

—¡Que te eches! —dijo el hombre.

Miró a la madre de determinada forma y ésta se calló.

Hubo en el tugurio un momento de silencio. La hija mayor quitaba el barro de la parte de debajo de la capa con expresión despreocupada; la menor seguía sollozando; la madre le había cogido la cabeza con ambas manos y la cubría de besos mientras le decía por lo bajo:

—Tesoro mío, por favor, no será nada, no llores, que se va a enfadar tu padre.

—¡No! —gritó el padre—. ¡Al contrario! ¡Llora! Hace muy buen efecto.

Luego, volviendo a la mayor:

—¡Pero, oye, no llega! ¿Y si no viniera? ¿Y si he apagado el fuego, destripado la silla, rasgado la camisa y roto el cristal para nada?

—¡Y herido a la niña! —susurró la madre.

—¿Sabéis que hace un frío de perros en esta buhardilla? ¡Mira que si ese hombre no viene! ¡Ya, claro, se está haciendo desear! Se dice: «Anda y que me esperen, que para eso están». ¡Ah, cuánto los aborrezco y cuánto disfrutaría estrangulando a los ricos, con cuánta alegría, cuánto entusiasmo, cuánta satisfacción! ¡Esos supuestos hombres caritativos que se hacen los místicos, que van a misa, tan amigos de los curas, tan predicadores, tan aficionados a los bonetes, y que se creen superiores a nosotros, y que vienen a humillarnos y a traernos ropa, como ellos dicen, unos pingos que no valen cuatro cuartos, y pan! ¡Lo que quiero yo no es eso, panda de canallas! ¡Es dinero! ¡Ah, pero dinero no traen nunca, porque dicen que nos lo beberíamos y que somos unos borrachos y unos holgazanes! ¿Y ellos? ¿Qué son ellos y qué fueron en sus tiempos? ¡Unos ladrones! ¡Porque de otra forma no se habrían hecho ricos! ¡Ah, habría que coger la sociedad por los cuatro picos del mantel y tirarlo todo por los aires! ¡Se destrozaría todo, es posible, pero así, por lo menos, nadie tendría nada, y eso que saldríamos ganando! Pero ¿qué está haciendo ese patán benefactor tuyo? Igual se le han olvidado las señas al muy borrico. Apuesto lo que sea a que ese viejo idiota…

En aquel momento, dieron un golpecito en la puerta; el hombre se abalanzó a abrirla, exclamando con profundas reverencias:

—¡Entre, caballero! Dígnese entrar, respetable benefactor mío, y también su encantadora jovencita.

Un hombre de edad madura y una joven aparecieron en el umbral de la buhardilla.

Marius no se había movido del sitio. Lo que sintió en aquel momento no pueden expresarlo unos labios humanos.

Era Ella.

Cualquiera que haya estado enamorado captará todos los significados radiantes que caben en las cuatro letras de esa palabra: Ella.

Era ella, efectivamente. Marius apenas si la divisaba a través del vapor luminoso que le había inundado de pronto los ojos. Era aquella dulce criatura ausente, aquel astro que lució para él durante seis meses; eran aquellos ojos, aquella frente, aquella boca, aquel hermoso rostro que se desvaneció y, al irse, trajo la oscuridad de la noche. ¡La visión se había eclipsado y volvía a aparecer!