Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro primero

París estudiado en su átomo

Cap X : Ecce París, ecce homo.

Por resumirlo más aún, el golfillo de París es hoy en día lo que fue antaño el græculus de Roma, es el pueblo niño que lleva en la frente la arruga del mundo viejo.

El golfillo es una gracia que se le concede a una nación y, al tiempo, es una enfermedad. Una enfermedad que hay que curar. ¿Cómo? Con la luz.

La luz sanea.

La luz enciende.

Todas las irradiaciones sociales generosas salen de la ciencia, de las letras, de las artes, de la enseñanza. Haced hombres, haced hombres. Iluminadlos para que os den calor. Antes o después, la espléndida cuestión de la instrucción universal se planteará con la irresistible autoridad de la verdad absoluta; y entonces quienes gobiernen bajo la vigilancia del pensamiento francés tendrán que hacer la siguiente elección: los hijos de Francia o los golfillos de París; llamas en la luz o fuegos fatuos en las tinieblas.

El golfillo es la expresión de París y París es la expresión del mundo.

Porque París es una totalidad. París es el techo del género humano. Toda esta ciudad prodigiosa es un compendio de las costumbres muertas y de las costumbres vivas. Quien ve París cree ver el envés de toda la historia, con cielo y constelaciones en los intervalos. París tiene un Capitolio, la Casa de la Villa; un Partenón, Notre-Dame; un monte Aventino, el barrio de Saint-Antoine; un Asinario, la Sorbona; un Panteón, el Panthéon; una Vía Sacra, el bulevar de Les Italiens; una Torre de los Vientos, la opinión: y, para sustituir a las Gemonias, tiene el ridículo. Su majo es el faraud, el presumido; su trasteverino es el faubourien, el arrabalero; su hammal es el fort de la halle, el soguero del mercado de abastos; su lazzarone es el pègre, el haragán; su cockney es el gandin, el elegante de barrio. Todo lo que esté en otro lugar está en París. La verdulera de Dumarsais puede dialogar con la vendedora de hierbas de Eurípides; el discóbolo Veiano renace en el funámbulo Forioso; Therapontigonus, el soldado fanfarrón, podría ir del brazo del granadero Valdeboncœur; Damasipo, el coleccionista de antigüedades, se sentiría a gusto entre los prenderos; Vincennes detendría a Sócrates y también el Ágora encarcelaría a Diderot: Grimod de la Reynière inventó el rosbif al sebo como Curtilo inventó el erizo asado; vemos aparecer debajo del globo del arco de L’Étoile el trapecio de Plauto; el tragasables del Pecile a quien conocía Apuleyo es el tragasables del Pont-Neuf; el sobrino de Rameau y Curculio hacen buena pareja; Ergasilo le pediría a D’Aigrefeuille que lo presentase para que lo recibiera Cambacérès; los cuatro currutacos de Roma, Alcesimarco, Fedromo, Diábolo y Argiripo, vienen del desfile de carnaval de La Courtille en la silla de posta de Labatut; Aulo Gelio no le hacía más caso a Congrio que Charles Nodier a Polichinela; Marton no es una tigresa, pero Pardalisca no era un dragón; Pantolabo, el truhán, se burla en el Café Anglais de Nomentano, el vividor; Hermógenes es tenor en Les Champs-Élysées y, junto a él, Trasio, el pordiosero, disfrazado de Bobèche, pasa el platillo; el importuno que te detiene en Les Tuileries agarrándote por el botón del frac te obliga a repetir, dos mil años después de la increpación de Tesprión: «quis properantem me prehendit pallio?». El vino de Suresnes es una parodia del vino de Alba; la copa llena hasta arriba de Désaugiers hace juego con esa otra copa, grande, de Balatrón; del Père-Lachaise brotan cuando llueve de noche los mismos fulgores nocturnos que en las Esquilinas, y la fosa del pobre, comprada por cinco años, equivale al ataúd alquilado del esclavo.