Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas

Capítulo XXVIII

El regreso

D’Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los hombres.

Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le adelantó con el pensamiento.

—Estaba muy borracho ayer, mi querido D’Artagnan —dijo—; me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto a que dije mil extravagancias.

Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.

—No —replicó D’Artagnan—, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.

—¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.

Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.

—A fe mía —dijo D’Artagnan—, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no me acuerdo de nada.

Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:

—No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.

Athos decía esto de una forma tan natural que D’Artagnan quedó confuso en su convicción.

—Oh, de algo así me acuerdo, en efecto —prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad—, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.

—¡Ah, lo veis! —dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír—. Estaba seguro, los ahorcados son mi pesadilla.

—Sí, sí —prosiguió D’Artagnan—, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba…, esperad…, se trataba de una mujer.

—¿Lo veis? —respondió Athos volviéndose casi lívido—. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y cuando la cuento es que estoy borracho perdido.

—Sí, eso es —dijo D’Artagnan—, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules.

—Sí, y colgada.

—Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D’Artagnan mirando fijamente a Athos.

—¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice —prosiguió Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo—. Decididamente, no quiero emborracharme más, D’Artagnan, es una mala costumbre.