Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro octavo

Los cementerios toman lo que les dan

Cap V : De que no basta con ser borracho para ser inmortal.

Al día siguiente, cuando ya estaba bajando el sol, los pocos que transitaban por el bulevar de Le Maine se descubrían al paso de un coche fúnebre de un modelo antiguo, adornado con calaveras, tibias y lágrimas. En aquel coche iba una caja tapada con un paño blanco que cubría una cruz grande y negra, como una muerta de gran tamaño con los brazos colgando. Una carroza enlutada, en la que podía verse a un sacerdote con sobrepelliz y a un monaguillo tocado de rojo, iba detrás. Dos enterradores con uniforme gris de vueltas negras caminaban a derecha e izquierda del coche. Detrás, un anciano con ropas de operario, que cojeaba. El acompañamiento se dirigía hacia el cementerio de Vaugirard.

Del bolsillo del hombre asomaba el mango de un martillo, la hoja de un cortafríos y la doble antena de unas tenazas.

El cementerio de Vaugirard era una excepción entre los cementerios de París. Tenía usos particulares, de la misma forma que tenía puerta cochera y puerta secundaria, que los viejos del barrio, que no renunciaban al uso tenaz de los giros antiguos, llamaban la puerta de a caballo y la puerta de a pie. Ya hemos dicho que a las bernardas benedictinas de Le Petit-Picpus les habían concedido que las enterrasen en un rincón aparte y de noche porque aquellos terrenos habían pertenecido antaño a la comunidad. Los enterradores realizaban, por tanto, un servicio vespertino en verano y nocturno en invierno, lo que les imponía una disciplina especial. Las puertas de los cementerios de París se cerraban por aquel entonces al ponerse el sol y, por tratarse de una disposición municipal, el cementerio de Vaugirard tenía que observarla como los demás. La puerta de a caballo y la puerta de a pie eran dos verjas contiguas al lado de un pabellón del arquitecto Perronnet donde vivía el portero del cementerio. Esas verjas giraban, pues, inexorablemente, sobre los goznes en el preciso instante en que el sol desaparecía detrás de la cúpula de los Inválidos. Si, en aquellos momentos, se había demorado algún sepulturero dentro del cementerio, no tenía más recurso para salir que la tarjeta de sepulturero que facilitaba la administración de las pompas fúnebres. Había algo así como un buzón en el postigo de la ventana del portero. El sepulturero metía la tarjeta en ese buzón, el portero la oía caer, tiraba del cordón y se abría la puerta de a pie. Si el sepulturero no tenía la tarjeta, daba su nombre; el portero, que a veces estaba ya en la cama y dormido, se levantaba, iba a ver si conocía al sepulturero y abría la puerta con la llave; el sepulturero salía, pero le ponían una multa de quince francos.

Aquel cementerio, con esas originalidades propias que se salían de la norma, era un estorbo para la simetría administrativa. Lo suprimieron poco después, en 1830. Tomó el relevo el cementerio de Montparnasse, que heredó la famosa taberna colindante con el cementerio de Vaugirard, que coronaba una tabla con un membrillo pintado y que hacía esquina; en un lado estaban las mesas de los parroquianos; por el otro, daba a las tumbas. En el rótulo ponía: Au Bon Coing.

El cementerio de Vaugirard era lo que podríamos llamar un cementerio mustio. Entraba en la senectud. Lo invadía el moho y lo abandonaban las flores. La clase media no quería que la enterrasen en el cementerio de Vaugirard; era cosa de pobres. ¡En Le Père-Lachaise, eso sí! Que lo entierren a uno en Le Père-Lachaise es como tener muebles de caoba. En cosas así se nota la elegancia. El cementerio de Vaugirard era un recinto venerable organizado como un jardín francés antiguo. Paseos rectos, bojes, tuyas, acebos, sepulturas viejas bajo tejos viejos, la hierba muy alta. El crepúsculo resultaba trágico. Tenía un trazado muy lúgubre.