Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro quinto

A escopetas negras, rehala muda

Cap I : Los zigzags de la estrategia.

Es necesario aquí un comentario para las páginas que vamos a leer y para otras que vendrán a continuación.

Hace ya muchos años que el autor de este libro, que se ve forzado a hablar de sí mismo, falta de París. Desde que se fue, París ha cambiado. Ha nacido una ciudad nueva que, como quien dice, le es desconocida. No es menester que diga que le gusta París; París es la ciudad natal de su mente. Debido a los derribos y a las nuevas edificaciones, el París de su juventud, aquel París que se llevó religiosamente en la memoria, es, a estas alturas, un París de antaño. Que se le permita hablar de aquel París como si siguiera existiendo. Entra dentro de lo posible que allá adonde conduzca el autor a los lectores diciendo: «En tal calle hay tal casa», no queden ya ni la casa ni la calle. Los lectores podrán comprobarlo si quieren tomarse esa molestia. En lo que a él se refiere, nada sabe del París nuevo, y escribe con el París antiguo ante los ojos presa de una ilusión que le es muy cara. Le resulta muy dulce soñar que ha quedado, tras irse él, algo de lo que veía cuando estaba en su patria y que no todo se ha desvanecido. Mientras uno va y viene por la tierra natal, se imagina que le son indiferentes esas calles, que esas ventanas, esos tejados y esas puertas le dan lo mismo, que esas paredes le son ajenas, que esos árboles son unos árboles cualesquiera, que esas casas en que no entra no le valen para nada, que esos adoquines que pisa son sólo piedras. Más adelante, cuando ya no está allí, se da cuenta de que esas calles le son queridas, de que echa de menos esos tejados, esas ventanas y esas puertas, de que necesita esas paredes, de que esos árboles son dilectos para él, de que en esas casas donde no entraba sí entraba a diario y de que en esos adoquines se ha dejado las entrañas, la sangre y el corazón. Todos esos sitios que ya no ve, que a lo mejor no volverá a ver ya, y cuya imagen conserva, adquieren un encanto doloroso, regresan a la memoria con la melancolía de una aparición, vuelven visible esa tierra santa y son, por así decirlo, la mismísima forma de Francia, y uno las quiere y las evoca tal y como son, tal y como eran, y se empecina, y no quiere cambiar nada, porque le tenemos el mismo apego al rostro de la patria que al rostro de nuestra madre.

Que se nos permita, pues, hablar en presente del pasado. Dicho esto, rogamos al lector que lo tenga en cuenta y proseguimos.

Jean Valjean dejó enseguida el bulevar y se internó por las calles, evitando la línea recta cuanto podía y desandando lo andado a veces para asegurarse de que no lo seguían.

Esa maniobra es propia del ciervo acosado. En los terrenos en que no puede quedar el rastro es una maniobra que tiene, entre otras ventajas, la de engañar a los cazadores y a los perros haciéndolos ir en dirección equivocada. Es lo que se llama en la caza del venado el falso emboscamiento.

Era una noche de luna llena. A Jean Valjean no lo contrarió. La luna, muy cerca aún del horizonte, dividía las calles en anchos lienzos de sombra y de luz. Jean Valjean podía escurrirse pegado a las casas y a las paredes por la zona de sombra y vigilar la zona iluminada. Es posible que no pensara lo suficiente en que la zona oscura no podía vigilarla. No obstante, en todas las callejuelas desiertas próximas a la calle de Poliveau creyó tener la seguridad de que nadie caminaba detrás de él.

Cosette andaba sin hacer preguntas. Los sufrimientos de los seis primeros años de su vida le habían dado un carácter pasivo hasta cierto punto. Por lo demás, y es ésta una observación que volverá a salir más de una vez, se había acostumbrado, sin darse demasiada cuenta, a las singularidades de aquel hombre y a las cosas raras del destino. Y, además, con él se sentía segura.