02.01.18 Los Miserables de Victor Hugo (2da Parte: Cosette – Libro primero: Waterloo – Cap 18: Recrudescencia del derecho divino)

Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro primero

Waterloo

Cap XVIII : Recrudescencia del derecho divino.

Fin de la dictadura. Se vino abajo todo un sistema europeo.

El Imperio se desplomó entre unas sombras que se parecen a las del Imperio romano moribundo. Volvieron a vislumbrarse abismos, como en tiempos de los bárbaros. Pero la barbarie de 1815, a la que hay que llamar con su nombre de andar por casa, la contrarrevolución, era corta de aliento, perdió fuelle enseguida y se quedó a medias. Reconozcamos que hubo ojos que lloraron el Imperio, ojos heroicos. Si la gloria reside en la espada que se convierte en cetro, entones el Imperio fue la mismísima gloria. Expandió por la tierra toda la luz que la tiranía puede emitir: luz sombría. Digamos más aún: luz oscura. Comparada con la luz auténtica, es oscuridad. Esa desaparición de la oscuridad fue como un eclipse.

Luis XVIII regresó a París. Los bailes en corro del 8 de julio borraron los entusiasmos del 20 de marzo. El corso se convirtió en la antítesis del bearnés. La bandera de la cúpula de Les Tuileries fue blanca. Ahora mandaban los exiliados. Colocaron la mesa de madera de abeto de Hartwell delante del sillón con flores de lis de Luis XVIII. Se habló de Bouvines y de Fontenoy como si hubieran sucedido ayer; en cambio Austerlitz estaba pasado de moda. El altar y el trono confraternizaron majestuosamente. Una de las formas menos discutidas para la salvación de la sociedad en el siglo XIX imperó en Francia y en el continente. Europa adoptó la escarapela blanca. Trestaillon se hizo famoso. El lema non pluribus impar volvió a aparecer entre unos rayos de piedra que imitaban el sol en la fachada del cuartel del muelle de Orsay. Donde había una guardia imperial hubo una casa roja. El arco de triunfo de Le Carrousel, cargado hasta arriba de victorias inapropiadas, sintiéndose ajeno entre aquellas novedades, un poco avergonzado quizá de Marengo y de Arcole, salió del paso con la estatua del duque de Angulema. El cementerio de La Madeleine, temible fosa común de 1793, se cubrió de mármol y jaspe pues las osamentas de Luis XVI y de María Antonieta estaban entre aquel polvo. En el foso de Vincennes, un cipo funerario surgió del suelo para recordar que el duque de Enghien murió el mismo mes en que coronaron a Napoleón. El papa Pío VII, que lo había coronado a pocos días de aquella muerte, bendijo la caída con la misma tranquilidad con la que había bendecido el ascenso. Hubo en Schœnbrunn una sombra menuda de cuatro años a la que se consideró sedicioso llamar rey de Roma. Y esas cosas sucedieron, y esos reyes volvieron a sus tronos, y al dueño de Europa lo metieron en una jaula, y el antiguo régimen se convirtió en el nuevo, y toda la sombra y toda la luz de la tierra cambiaron de lugar porque una tarde de un día de verano un pastor le dijo a un prusiano en un bosque: «¡Vaya por aquel sitio, no por éste!».

Aquel 1815 fue una especie de abril lúgubre. Las antiguas realidades malsanas y venenosas se cubrieron de apariencias nuevas. La mentira moldeó 1789; el derecho divino lo disimularon con una Carta; las ficciones se volvieron constitucionales; a los prejuicios, las supersticiones y las segundas intenciones, con el artículo 14 en pleno centro, les dieron una mano de barniz liberal. Las serpientes cambiaron de piel.

Napoleón había hecho a un tiempo crecer y menguar al hombre. El ideal, en aquel reino de material espléndido, recibió el curioso nombre de ideología. Grave imprudencia de un gran hombre eso de no tomarse en serio el porvenir. Los pueblos, no obstante, aquella carne de cañón enamorada del artillero, lo buscaban con la vista. ¿Dónde está? ¿Qué hace? Napoleón ha muerto, le decía un viandante a un mutilado de Marengo y Waterloo. «¿Que se ha muerto? ¡Bien mal lo conoce!», exclamó aquel soldado…