Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas

Capítulo X

Una ratonera en el siglo XVII

La invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.

Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem[77], y como desde que escribimos —y hace ya unos quince años de esto— es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.

Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del establecimiento.

He ahí lo que es una ratonera.

Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido e interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D’Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.

Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.

El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.

En cuanto a D’Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el ensamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.

—¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra persona?

—¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona?

—¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?

—Si supieran algo, no preguntarían así —se dijo a sí mismo D’Artagnan—. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de Buckingham se halla en París y si ha tenido o debe tener alguna entrevista con la reina.

D’Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de verosimilitud.

Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D’Artagnan también.

La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D’Artagnan para ir a casa del señor de Tréville cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de caer en la ratonera.