Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro séptimo

El caso Champmathieu

Cap X : El sistema de negativas.

Había llegado el momento de cerrar el juicio oral. El presidente mandó al acusado que se pusiera en pie y le hizo la pregunta habitual:

—¿Tiene algo que alegar en su defensa?

El hombre, de pie, dando vueltas entre las manos a un gorro feísimo que tenía, pareció no haberlo oído.

El presidente repitió la pregunta.

En esta ocasión, el hombre lo oyó. Pareció entender, hizo el ademán de un hombre que se despierta, paseó la mirada en torno, miró al público, a los gendarmes, a su abogado, a los jurados, al tribunal, apoyó un puño monstruoso en el filo de la moldura de madera que había delante de su banco, volvió a mirar y, de pronto, clavando los ojos en el fiscal, rompió a hablar. Fue como una erupción. Parecía, por la forma en que le salían las palabras de la boca, incoherentes, impetuosas, atropelladas, manga por hombro, que se le agolpaban todas a la vez para salir a un tiempo. Dijo:

—Esto tengo que decir. Que fui carpintero de carros en París, y hasta puedo decir que estaba con el señor Baloup. Es un oficio duro. En esto de ser carpintero de carros se trabaja siempre al aire libre, en patios, en cobertizos si el amo es bueno, pero nunca en talleres cerrados, porque, miren ustedes, tiene que haber sitio. En invierno tiene uno tanto frío que se pega golpes con los brazos para entrar en calor; pero a los amos no les gusta, dicen que se pierde el tiempo. Andar manejando hierro cuando hay hielo entre los adoquines es duro. Un hombre se desgasta corriendo. Uno es viejo desde muy joven en ese oficio. A los cuarenta años ya está acabado un hombre. Yo tenía cincuenta y tres y se me hacía muy cuesta arriba. ¡Y además, qué malos son los obreros! ¡Cuando un pobre hombre deja de ser joven, lo llaman a todas horas carcamal y vejestorio! Ya no ganaba más que franco y medio diario, me pagaban lo menos que podían, los amos se aprovechaban de mi edad. Además, tenía una hija lavandera en el río. Algo ganaba. Entre los dos nos apañábamos. También lo pasaba mal. Todo el día metida hasta medio cuerpo en el cajón, con lluvia, con nieve, con ese viento que te corta la cara; tanto si hiela como si no, hay que lavar; hay personas que no tienen mucha ropa blanca y no se las puede hacer esperar; si no vas a lavar, se te marcha la parroquia. Los tablones no encajan bien y te caen gotas de agua por todos lados. Tienes las faldas mojadas, las de arriba y las de abajo. Y va haciendo mella. Trabajó también en el lavadero de Les Enfants-Rouges, donde llega el agua por unos grifos. No hay que meterse en el cajón. Lavas delante del grifo y aclaras detrás, en el pilón. Como es un sitio cerrado, pasas menos frío. Pero hay un vapor de agua caliente que es malísimo para los ojos. Volvía a las siete de la tarde y se metía en la cama enseguida de cansada que estaba. Su marido le pegaba. Se murió. No hemos tenido mucha suerte que digamos. Era una buena chica que no iba al baile ni se metía en nada. Me acuerdo de un martes de carnaval en que ya estaba acostada a las ocho. Y así son las cosas. Digo la verdad. Lo que tienen que hacer es preguntar. ¡Ah, sí, claro, preguntar! Qué tonto soy. París es un pozo sin fondo. ¿Quién conoce al Champmathieu? Pero ya les tengo dicho que me conoce el señor Baloup. Pregunten donde el señor Baloup. Y, además, yo no sé por qué andan ustedes conmigo a vueltas.

El hombre calló y se quedó de pie. Había dicho todo aquello con voz alta, apresurada, ronca, dura y afónica, con algo así como una ingenuidad irritada y arisca. Se interrumpió una vez para saludar a alguien de entre el gentío. Esas especies de afirmaciones que parecía soltar al azar, abruptamente, le salían como hipidos, y les añadía a todas el ademán del leñador…