Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEXTA PARTE

CAP VII

Comenzaba a caer la noche cuando llegaba a casa de Sonia. Durante la mañana y la tarde, la joven le había esperado con ansiedad. Por la mañana había recibido la visita de Dunia. Esta fué a primera hora, habiendo sabido la víspera por Svidrigailoff que Sofía Semenovna lo sabía todo. No recordaremos minuciosamente la conversación de las dos mujeres; limitémonos a decir que lloraron juntas y se hicieron muy amigas. De esta entrevista sacó Dunia, por lo menos, el consuelo de pensar que no estaría solo su hermano. Era Sonia la primera que había recibido su confesión; a ella se había dirigido cuando sintió la necesidad de confiarse a un ser humano, y ella le acompañaría adondequiera que se le enviase. Sin haber hecho preguntas acerca de tales propósitos, Advocia Romanovna estaba segura de ello. Consideraba a Sonia con una especie de veneración que dejaba a la pobre muchacha toda confusa, porque se creía indigna de levantar los ojos hasta Dunia. Después de su visita a casa de Raskolnikoff, la imagen de la encantadora joven, que la había saludado tan graciosamente aquel día, quedó grabada en su alma como una visión nueva, dulcísima, la más bella de su vida.

Al fin, Dunia se decidió a ir a esperar a su hermano en el domicilio de este último, pensando que Raskolnikoff no podría menos de pasar por allí. En cuanto Sonia se quedó sola, el pensamiento del suicidio probable de Raskolnikoff le quitó todo reposo. Este era también el temor de Dunia; pero al hablar las dos jóvenes se habían dado la una a la otra todo género de razones para tranquilizarse, y lo habían, en parte, conseguido.

Cuando se separaron, volvió la inquietud a apoderarse de cada una de ellas. Sonia se acordó de que Svidrigailoff le había dicho: «Raskolnikoff sólo tiene la elección entre dos alternativas: o ir a Siberia, o…» Además, conocía el orgullo del joven y su carencia de sentimientos religiosos. «¿Es posible que se resigne a vivir solamente por pusilanimidad, por temor a la muerte?»—pensaba con desesperación. No dudaba ya que el desgraciado hubiese puesto fin a sus días, cuando Raskolnikoff entró en su cuarto.

La joven dejó escapar un grito de alegría; pero, cuando hubo observado atentamente el rostro de Raskolnikoff, palideció de pronto.

—Vamos, sí—dijo riendo Raskolnikoff—. Vengo a buscar tus cruces, Sonia. Tú has sido quien me ha impulsado a ir a entregarme; ahora que voy a hacerlo, ¿de qué tienes miedo?

Sonia le miró con asombro. Aquel tono le parecía extraño. Todo su cuerpo se estremeció; pero al cabo de un minuto comprendió que aquella alegría era fingida. Conforme la estaba hablando, Raskolnikoff miraba a un rincón, y parecía tener miedo de fijar los ojos en ella.

—Ya lo ves, Sonia; he pensado que eso es lo mejor. Hay una circunstancia… pero esto sería largo de contar, y no tengo tiempo. ¿Sabes lo que me irrita? Me pone furioso pensar que en un instante me van a rodear todos esos brutos; que todos me asestarán sus miradas, me dirigirán estúpidas preguntas, a las cuales tendré que responder; me señalarán con el dedo…