Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

CUARTA PARTE

CAP VI

He aquí el recuerdo que esta escena dejó en el espíritu de Raskolnikoff:

El ruido que sonaba en la habitación inmediata aumentó de repente, y la puerta se entreabrió.

—¿Qué es eso?—gritó Porfirio Petrovitch encolerizado.

No hubo respuesta; pero la causa del ruido se dejaba adivinar en parte: alguna persona quería penetrar en el despacho del juez y trataban de impedírselo.

—¿Qué es lo que sucede?—repitió Porfirio.

—Es el procesado Mikolai, que ha sido conducido aquí.

—No tengo necesidad de él. No quiero verle; llevadle. Esperad un poco. ¿Por qué le han traído? ¡Qué desorden!—murmuró Porfirio lanzándose hacia la puerta.

—El es quien…—replicó la misma voz; y se detuvo de repente.

Durante dos minutos se oyó el ruido de una lucha entre dos hombres; después, uno de ellos rechazó al otro con fuerza, y penetró bruscamente en el despacho.

El recién venido tenía un aspecto muy extraño. Parecía no ver a nadie. En sus ojos llameantes se leía una firme resolución, y al propio tiempo su rostro estaba lívido como el de un condenado a quien se conduce al cadalso. Temblábanle ligeramente los labios, exangües.

Era un hombre muy joven todavía, delgado, de mediana estatura y vestido como un obrero. Tenía el cabello cortado al rape y sus facciones eran finas y angulosas. El que acababa de ser rechazado por él, se lanzó en persecución suya dentro del gabinete y le agarró por un brazo: era un gendarme. Mikolai logró de nuevo soltarse.

En el umbral se agruparon muchos curiosos, algunos de los cuales tenían vivos deseos de entrar. Todo ello había pasado en menos tiempo del que se tarda en referirlo.

—¡Vete! Es todavía pronto; espera a que se te llame… ¿Por qué te han traído tan pronto?—preguntó Porfirio Petrovitch tan irritado como sorprendido; pero de repente Mikolai se puso de rodillas.

—¿Qué haces?—gritó el juez de instrucción cada vez más asombrado.

—¡Perdón! ¡Soy culpable! ¡Yo soy el asesino!—dijo bruscamente Mikolai, con voz bastante fuerte, a pesar de la emoción que le ahogaba.

Pasaron diez segundos en un silencio profundo como si todos los asistentes hubiesen sido acometidos de un ataque de catalepsia. El gendarme no trató de sujetar de nuevo al preso, y dirigiéndose maquinalmente hacia la puerta, se quedó inmóvil en el umbral.

—¿Qué estás diciendo?—exclamó Porfirio Petrovitch cuando el asombro le permitió hablar.

—Yo soy el asesino…—repitió de nuevo Mikolai.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Que tú has asesinado…?

El juez de instrucción estaba visiblemente desconcertado. El preso tardó un instante en responder.

—Yo he asesinado… a hachazos… a Alena Ivanovna y a su hermana Isabel Ivanovna. Estaba trastornado—añadió bruscamente.

Se calló, pero continuaba de rodillas. Después de haber oído esta respuesta, Porfirio Petrovitch pareció reflexionar profundamente, y luego, con un ademán violento, mandó a los testigos que se retirasen. Estos obedecieron al punto y la puerta volvió a cerrarse.

Raskolnikoff, en pie, contemplaba a Mikolai con aire extraño. Durante algunos instantes las miradas del juez de instrucción fueron del detenido al visitante y viceversa. Después se dirigió a Mikolai sin tratar de disimular su cólera.

—Espera a que se te interrogue antes de decirme que estabas trastornado. Yo no te preguntaba eso. Habla ahora: ¿Has matado…?

—Yo soy el asesino… lo confieso—respondió Mikolai.

—¿Oh? ¿Con qué arma has matado?

—Con una hacha. La llevaba prevenida.

—¡Eh, qué apresuramiento! ¿Solo?

Mikolai no comprendió la pregunta.

—¿No tienes cómplices?

—No. Mitka es inocente. No ha tomado la menor parte en el crimen…