Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

CUARTA PARTE

CAP III

Durante cinco minutos todos estuvieron muy alegres; su satisfacción les hacía reír estrepitosamente. Sólo Dunia palidecía de vez en cuando al recuerdo de la escena precedente. Pero de todos, el más gozoso era Razumikin. Aunque no se atrevía abiertamente a manifestar su contento, éste se delataba, a pesar suyo, en el temblor febril de toda su persona. Ahora tenía el derecho de dar su vida por las dos señoras, y de consagrarse a su servicio. Ocultaba, sin embargo, estos pensamientos en lo más profundo de sí mismo, y temía dar alas a su imaginación. En cuanto a Raskolnikoff, inmóvil y huraño, no tomaba parte en la alegría general; parecía que su espíritu estaba en otra parte… Después de haber insistido tanto porque se rompiese con Ludjin, hubiérase dicho que esa ruptura, ya consumada, le tenía sin cuidado. Dunia no pudo menos de pensar que su hermano estaba aún enojado con ella, y Pulkeria Alexandrovna le miraba con inquietud.

—¿Qué es lo que te ha dicho Svidrigailoff?—preguntó la joven, acercándose a su hermano.

—¡Ah! Sí, sí—dijo vivamente Pulkeria Alexandrovna.

Raskolnikoff levantó la cabeza.

—Está decidido a regalarte diez mil rublos, y desea verte, pero en mi presencia.

—¿Verle? ¡Jamás!—gritó Pulkeria Alexandrovna—. ¿Cómo se atreve a ofrecerle dinero?

Raskolnikoff refirió entonces con bastante sequedad su entrevista con Svidrigailoff.

A Dunia le preocuparon extraordinariamente las proposiciones de Svidrigailoff, y quedó largo tiempo pensativa.

—Algún terrible designio ha concebido—murmuró para sí, casi temblando.

Raskolnikoff advirtió este terror excesivo.

—Creo que tendré ocasión de verle más de una vez—dijo a su hermana.

—Encontraremos sus huellas—exclamó enérgicamente Razumikin—. Yo lo descubriré. No le perderé de vista, ya que Raskolnikoff me lo permite. El mismo me lo ha dicho hace poco: «Vela por mi hermana». ¿Consiente usted, Advocia Romanovna?

Dunia sonrió y tendió la mano al joven; pero seguía preocupada. Pulkeria Alexandrovna le dirigió una tímida mirada. También es cierto que le habían tranquilizado notablemente los tres mil rublos. Un cuarto de hora después se hablaba con animación. El mismo Raskolnikoff, aunque silencioso, prestó durante algún tiempo oído a lo que se decía. La voz cantante la llevaba Razumikin.

—¿Por qué, pregunto a ustedes, por qué irse?—gritaba convencido—. ¿Qué van ustedes a hacer en aquel pueblucho? Lo que principalmente hay que procurar aquí es que todos ustedes estén juntos, puesto que se han de menester los unos a los otros. No; no deben separarse. Vamos, quédense ustedes siquiera un tiempo. Acéptenme ustedes como amigo y como asociado, y les aseguro que emprenderemos un excelente negocio. Escúchenme ustedes. Voy a explicarles minuciosamente mi proyecto. Se me ocurrió la idea esta mañana, cuando aun no se sabía nada… He aquí de qué se trata: Yo tengo un tío; se lo presentaré a ustedes; es un viejo muy campechano y muy respetable. Este tío posee un capital de mil rublos, que no sabe qué hacer de ellos, porque cobra una pensión que basta a sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de ofrecerme esta suma al seis por ciento de interés. Bien comprendo que es un medio de que se vale para ayudarme. El año último, yo no tenía necesidad de dinero; pero al presente sólo esperaba que llegase el buen viejo para decirle que aceptaba. A los mil rublos de mi tío juntan ustedes mil más y ya está formada la asociación.

—¿Qué negocio vamos a emprender?

Entonces Razumikin se puso a desarrollar su proyecto. Según él, la mayor parte de los libreros y editores rusos hacen malos negocios porque conocen mal su oficio; …