Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

TERCERA PARTE

CAP VI

—No lo creo. No puedo creerlo—repetía Razumikin, que hacía toda clase de esfuerzos para rechazar las conclusiones de Raskolnikoff.

Estaban ya cerca de la casa Bakalaieff en donde hacía largo tiempo los esperaban Pulkeria Alexandrovna y Dunia.

En el calor de la discusión, Razumikin se detenía a cada instante en medio de la calle; estaba muy agitado, porque era la primera vez que los dos jóvenes hablaban de aquello sin valerse de palabras encubiertas.

—No lo creas si no quieres—respondió con fría e indiferente sonrisa Raskolnikoff—. Tú, según tu costumbre, nada has advertido; pero yo, yo he pesado cada palabra.

—Tú eres desconfiado; por eso descubres en todas partes segundas intenciones. ¡Hum!… Reconozco, en efecto, que el tono de Porfirio era bastante extraño y sobre todo el de ese bribón de Zametoff… Tienes razón, se advertía en él no sé qué… ¿pero cómo puede ser esto?

—Habrá cambiado de opinión desde ayer.

—No, te engañas. Si tuviesen tan estúpida idea, habrían, por el contrario, puesto mucho cuidado en disimularla; habrían ocultado su juego a fin de inspirarte una engañosa confianza, esperando el momento oportuno para descubrir sus baterías… En la hipótesis en que te colocas, su manera de proceder hoy sería tan torpe como desvergonzada…

—Si tuviesen pruebas, hablo de pruebas serias o de presunciones un tanto fundadas, cierto que sin duda se esforzarían en ocultar su juego con la esperanza de obtener nuevas ventajas sobre mí. (Además, habrían hecho un registro en mi domicilio.) Pero no tienen pruebas, ni una sola; todo se reduce a conjeturas gratuitas, a suposiciones que no se apoyan en nada real, y por eso proceden descaradamente. Quizá no haya en todo ello más que el despecho de Porfirio, que rabia por no tener pruebas. Puede también que tenga intenciones… Parece inteligente; acaso haya querido asustarme… Por lo demás, es repugnante ocuparse en estas cosas. Dejémoslas.

—¡Es odioso, odioso! Te comprendo. Pero… puesto que tratamos francamente de este asunto (y creo que hemos hecho bien), no vacilo en confesarte que desde hace mucho tiempo había advertido en ellos esa idea. Cierto que no se atrevían a formularla, que este pensamiento flotaba en su espíritu en el estado de duda vaga; pero demasiado es ya que hayan podido acogerla, aun bajo tal forma. ¿Y qué es lo que ha podido despertar en ellos tan abominables sospechas? ¡Si supieras cuánto furor me han hecho sentir! ¡Cómo! Un pobre estudiante agobiado por la miseria y la hipocondría, en vísperas de enfermedad grave que existía ya en él; un joven desconfiado, lleno de amor propio, que tiene la conciencia de su valer, encerrado desde hace seis meses en su habitación sin ver a nadie; que se presen[139]ta vestido de harapos, calzado con botas sin suela, ante miserables polizontes, cuya insolencia soporta, a quien se reclama a quema ropa el pago de una letra de cambio protestada, en una sala llena de gente y en donde hace un calor de treinta grados Réamur y cuyo aire está impregnado de olor insoportable de la pintura reciente… porque el desgraciado se desmaya al oír hablar de una persona en cuya casa ha estado la víspera y porque además tiene el estómago vacío… ¿hay motivos para sospechar de él? En tales condiciones, ¿cómo no había de desmayarse? ¡Y pensar que tales suposiciones caen sobre este desmayo! Tal es el punto de partida de la acusación. ¡Váyanse al diablo! Comprendo que todo esto te será mortificante; pero yo, en tu lugar, Rodia, me reiría de ellos en sus barbas, o mejor aún, les lanzaría al rostro mi desprecio en forma de salivazos; de este modo acabaría yo con ellos. ¡Valor! ¡Escúpeles! ¡Es vergonzoso!

«Se ha despachado, convencido de lo que dice»—pensó Raskolnikoff…