Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

TERCERA PARTE

CAP III

—¡Va bien, va bien!—exclamó alegremente Zosimoff viendo entrar a las dos mujeres.

El doctor había llegado diez minutos antes y ocupaba en el sofá el mismo sitio que la víspera. Raskolnikoff, sentado en el otro extremo, estaba completamente vestido; habíase tomado también el trabajo de lavarse y peinarse, cosas ambas que no acostumbraba desde hacía algún tiempo. Aunque con la llegada de Razumikin y de las dos señoras quedó llena la habitación, Anastasia logró colocarse detrás de ellas, y se quedó para es[116]cuchar la conversación. Efectivamente Raskolnikoff estaba bien, pero su palidez era extrema y parecía absorto en una triste idea.

Cuando Pulkeria Alexandrovna entró con su hija, Zosimoff advirtió con sorpresa el sentimiento que se reveló en la fisonomía del enfermo. En vez de alegría era una especie de estoicismo resignado; parecía que el joven hacía un llamamiento a todas sus fuerzas para soportar durante una hora o dos un tormento inevitable. Cuando la conversación se hubo entablado, observó también el médico que cada palabra abría como una herida en el alma de su cliente; pero al mismo tiempo se asombraba de ver a este último relativamente dueño de sí mismo. El monomaníaco frenético de la víspera sabía ahora dominarse hasta cierto punto y disimular sus impresiones.

—Sí, veo ahora que estoy casi curado—dijo Raskolnikoff, besando a su madre y a su hermana con una cordialidad que hizo brillar de alegría el rostro de Pulkeria Alexandrovna—. Y no lo digo como ayer—añadió dirigiéndose a Razumikin y estrechándole la mano.

—También yo estoy asombrado de su notable mejoría—dijo Zosimoff—. De aquí a tres o cuatro días, si esto continúa, se encontrará como antes, es decir, como estaba hace uno o dos meses, o quizá tres, porque esta enfermedad se hallaba latente desde hace tiempo, ¿eh? Confiese ahora que tenía usted alguna parte de culpa—terminó con sonrisa reprimida el doctor, temeroso de irritar al enfermo.

—Es muy posible—replicó fríamente Raskolnikoff.

—Ahora que se puede hablar con usted—prosiguió Zosimoff—, quisiera convencerle de que es necesario apartarse de las causas primeras, a las cuales hay que atribuir su estado morboso. Si usted hace eso, se curará; de lo contrario, se agravará su mal. Ignoro cuáles son estas causas primeras; pero usted, de seguro, las conoce. Es usted un hombre inteligente, y, sin duda, se observa a sí mismo. Me parece que su salud se ha alterado desde que salió de la Universidad. Usted no puede estar sin ocupación. Le conviene, a mi entender, trabajar, proponerse un proyecto, y perseguirlo tenazmente.

—Sí, sí, tiene usted razón; volveré a la Universidad lo más pronto posible, y entonces todo marchará como una seda.

El doctor dió sus sabios consejos con la intención, en parte, de producir efecto en las señoras. Cuando hubo acabado, miró fijamente a su cliente, y se quedó un poco desconcertado al advertir que el rostro de éste expresaba franca burla. Sin embargo, Zosimoff se consoló bien pronto de su decepción, Pulkeria Alexandrovna se apresuró a darle las gracias manifestándole, en particular, su reconocimiento por la visita que les hizo la noche anterior.

—¡Cómo! ¿Fué a ver a ustedes anoche?—preguntó Raskolnikoff con voz inquieta—. ¿De modo que no habéis descansado después de un viaje tan penoso?

—¡Si no eran más que las dos, querido Rodia, y, en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca antes de esa hora!

—No sé cómo darles las gracias—continuó Raskolnikoff, que de repente frunció las cejas y bajó la cabeza—. Prescindiendo de la cuestión de dinero (perdóneme usted si hago alusión a ella)—dijo dirigiéndose a Zosimoff—, no me explico cómo he podido merecer de usted tal interés. No lo comprendo, y aun diré que tanta benevolencia me pesa, pues es ininteligible para mí…