Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEGUNDA PARTE

CAP VI (B)

—¿Usted cree? Pues bien, échele usted el guante, descúbralo usted ahora—exclamó el joven experimentando maligno placer al mortificar al jefe de la Cancillería.

—No tenga usted cuidado, se le descubrirá.

—¿Quién? ¿Usted? ¿Usted va a descubrirle? Perderá usted el tiempo y el trabajo. Para ustedes toda la cuestión es saber si un hombre hace o no hace gastos. Uno que no poseía nada tira el dinero por la ventana; luego es culpable. Ajustándose a esta regla, un chiquillo, si quisiese, escaparía a las investigaciones de ustedes.

—El hecho es que todos se conducen del mismo modo—respondió Zametoff—. Después de haber desplegado a menudo mucha habilidad y astucia en la perpetración del asesinato, se dejan pescar en la taberna. Los denuncian sus gastos, no son tan astutos como usted. Usted, es claro, no iría a la taberna.

Raskolnikoff frunció las cejas y miró fijamente a Zametoff.

—¿Usted quiere saber cómo obraría yo, en caso semejante?—preguntó con tono malhumorado.

—Sí—replicó con energía el jefe de la Cancillería.

—¿Tiene usted mucho empeño?

—Sí.

—Pues bien, he aquí lo que yo haría—comenzó a decir Raskolnikoff, bajando de repente la voz y aproximando de nuevo la cara a la de su interlocutor, a quien miró fijamente. Por esta vez no pudo menos de temblar—. He aquí lo que haría yo. Tomaría el dinero y las joyas, y después, al salir de la casa, iría, sin un minuto de retraso, a un paraje cerrado y solitario, a un corral o un huerto, por ejemplo. Me aseguraría antes de que en un rincón de este corral, al lado de una valla, hubiese una piedra de cuarenta o sesenta libras de peso, levantaría esta piedra, bajo la cual el suelo debía de estar deprimido, y depositaría en el hueco el dinero y las alhajas. Hecho esto volvería a poner la piedra y me iría. Durante uno, dos, o tres años, dejaría allí los objetos robados, y ya podrían ustedes buscarlos.

—Usted está loco—respondió Zametoff.

Sin que podamos decir por qué, pronunció estas palabras en voz baja y se apartó bruscamente de Raskolnikoff. Los ojos de éste relampagueaban. Había palidecido de un modo horrible y un temblor convulsivo agitaba su labio superior. Se inclinó lo más posible hacia el rostro del funcionario y se puso a mover los labios sin proferir una sola palabra. Así pasó medio minuto. Nuestro héroe no se daba cuenta de lo que hacía, pero no podía contenerse. Estaba a punto de escapársele su espantosa confesión.

—¿Y si fuese yo el asesino de la vieja y de Isabel?—dijo de repente; pero se contuvo ante el sentimiento del peligro.

Zametoff le miró con aire extraño y se puso tan blanco como la servilleta, en tanto que en su rostro se dibujaba una forzada sonrisa.

—Pero, ¿es eso posible?—dijo con voz que apenas podía ser entendida.

Raskolnikoff fijó en él una mirada maliciosa.

—Confiese usted que lo ha creído. ¿A que sí? ¿A que lo ha creído usted?

—No, de ninguna manera—se apresuró a decir Zametoff—. Usted me ha asustado para sugerirme esa idea.

—¿Según eso, usted no lo cree? ¿Entonces, de qué se pusieron a hablar el otro día al salir yo de la oficina? ¿Por qué el ayudante Pólvora me interrogó después de mi desmayo? ¡Eh! ¿Cuánto debo?—gritó al mozo levantándose y tomando la gorra.

—Treinta kopeks—respondió éste, acudiendo a la llamada del parroquiano.

—Toma, además, veinte kopeks de propina. Vea usted cuánto dinero tengo—, prosiguió, mostrando a Zametoff unos cuantos billetes—: ¿los ve usted? Rojos, azules, veinticinco rublos. ¿De dónde procede este dinero? ¿Cómo, además, tengo ropa nueva? Usted sabe, en efecto, que yo no tenía ni un kopek. Apuesto cualquier cosa a que ha preguntado usted a mi patrona… ¡Ea! ¡Bastante hemos hablado! Hasta la vista…